Capítulo 17

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Gabriel conducía como un autómata entre el tráfico de Madrid. Aún no podía creer lo que había hecho. La había besado. Y se odiaba y que estaba feliz, a partes iguales, por haberlo hecho. Ella era una total contradicción. Tenía que odiarla por lo que era. Él más que nadie, tenía más que sobradas razones, para odiar a los que eran de su clase social. Ellos miraban por encima del hombro, a aquellos a los que provenían del lugar del que venía Gabriel. Él había nacido en el seno de una familia humilde y trabajadora, a la que le costaba grandes esfuerzos llegar a fin de mes, y a la que la desgracia golpeó demasiadas veces. Él no había olvidado los abusos a los que sometieron aquella clase social a su familia. Primero, el dueño de la constructora en la que trabajaba su padre como albañil. El que se lavó las manos, cuando un muro hecho con materiales de baja calidad, se desplomó sobre su padre. Dejando a su familia además de sin el cabeza de familia, sin la indemnización por el accidente laboral. ¿Insolvente?, una mierda. El tipo recurrió a todos los malabarismos legales para no desprenderse de un solo céntimo. Después, su madre tuvo que recurrir a trabajos mal pagados, y con pocas coberturas para sacar adelante a su familia. Resultado, una mujer de 45 años, enferma y débil.

Con 19 años, Gabriel estaba en su primer año de Universidad. Las buenas notas le habían dado acceso a algunas becas, y por aquel entonces su padre vivía, por lo que había suficiente dinero en casa para permitirse estudiar. Con la muerte de su padre, buscó empleos para sustentar a su familia, pero su madre se opuso a que dejara de estudiar. La vio sacrificarse cada día para que sus hijos pudiesen labrarse un futuro. Pero aún así, no era suficiente, y Gabriel no podía ser la causa de que la comida escaseara en casa, así que hizo lo impensable por conseguir dinero. Vendió lo único que tenía, se vendió a sí mismo.

Como todos los principios, fue duro, hasta que su alma desapareció. Entonces fue más fácil. Sólo importó su familia. Por ellos habría hecho más, y lo seguiría haciendo. Con el tiempo, todo lo demás dejó de importar, solo había un objetivo en su cabeza, conseguir tanto como pudiese para que ninguno de los suyos volviese a pasar necesidades. Y lo había conseguido hacía tiempo.

Pero esa maldita mujer estaba confundiendo su analítica cabeza. Ella lo desestabilizaba, lo confundía. Era una niña rica, y tenía que odiarla por eso. Pero ella no era como las demás niñas ricas, y le gustaba por ello. Ella era un libro abierto sobre el que leer, y a la vez, era el mayor enigma a descubrir. Quería su amistad a toda costa, su proximidad, su conversación, su ingenio, y para conservarlo, no debía mezclar el sexo. Pero tenía su cuerpo encendido cada vez que estaba cerca, desde la primera vez que la vio, y cada vez era más difícil mantenerse lejos. Era un bombón de chocolate que se moría por probar.

Su teléfono sonó y activó el "manos libres" del coche.

- Diga.-

- Gabriel, soy Emilio. Te llamaba para ver si era posible adelantar la reunión de hoy.-

Gabriel miró el reloj y sonrió. Sabía por qué estaba tan impaciente por sellar el trato. Emilio tenía que llevar todos los avales para comenzar con el proyecto inmobiliario, y para eso necesitaba su firma en el contrato, y acceso inmediato a su dinero. El tiempo no jugaba a su favor precisamente, y eso era bueno para él. Su desesperación, era su baza para ganar aquella partida. Jugaría a aquel juego, pero con sus condiciones.

- Por supuesto, estaré allí en 20 minutos.-

- Perfecto, avisaré a mi secretaria.-

Gabriel cerró la llamada y se dirigió a su nuevo destino. Si todo salía como esperaba, aquel proyecto le proporcionaría una buena suma, y sobre todo, le abriría las puertas a su otro objetivo. Necesitaba entrar en aquel pequeño grupo de privilegiados, porque tenía una cuenta pendiente con uno de ellos. Seguramente no le relacionara con la demanda interpuesta casi 8 años atrás, pero Julio Corredor, el antiguo jefe de su fallecido padre, y socio de Emilio, estaba a punto de hacer negocios con él, y si todo salía como esperaba, esta vez no se escaparía.

Había tardado 8 años en conseguir tenerlo a su merced, y por fin, lo había conseguido. Hay un dicho que dice, que "quien roba a un ladrón, tiene 100 años de perdón". Pues bien, él pensaba devolverle el golpe de la misma manera, había atado legalmente al hijo de puta, y pensaba dejarle sin nada, justo como él hizo con su familia.

Un ángel de alas negrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora