༺ CAPÍTULO 2. ¡ESTO APESTA! ༻

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Y ahí estoy, pasmado, entrecruzando miradas con mi reflejo a través de la ventana, inhalando lentamente por la nariz, y exhalando por la boca hasta que mi respiración se haga más pausada

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Y ahí estoy, pasmado, entrecruzando miradas con mi reflejo a través de la ventana, inhalando lentamente por la nariz, y exhalando por la boca hasta que mi respiración se haga más pausada.

«Lo que sigue a la adrenalina y el cortisol es la serotonina...»

Sin previo aviso, se abre la puerta y entra un joven de aspecto robusto, sacándome de mi ensimismamiento. El sujeto dormía en una de las dos literas de enfrente, noto que comienza a ordenar su ropa; y en un primer momento, ni siquiera se percata de mi presencia en la habitación. Sin embargo, apenas unos instantes más tarde, un poco sorprendido, se giró hacia mí y expresó:

—¡Hola!, me llamo Mario. Te ves un poco desorientado, ¿estás bien?

—¡Perdón!, ¿qué cosa? —Lo miré con extrañeza, mi cara me delataba.

—¿Cómo te llamás? —me dijo cuando extendía su mano para saludarme.

—Me llamo... Ray... mundo —agregué con mucha dificultad.

A partir de nuestra incipiente plática y después de un rato, podía notar que Mario era bastante afable al aclarar cada una de mis dudas sobre quienes vivían en la habitación y cómo se distribuían el espacio físico.

El chico dormía en el colchón inferior de la litera, que se encontraba entre la ventana y la puerta, mientras que en la parte superior descansaba Esteban, estudiante de una Escuela Náutica, quien, al parecer, era un tanto cascarrabias. En el otro camarote, justo al lado del placar, Facundo ocupaba la cama de abajo, en tanto yo, me acomodaría en la de arriba.

Finalmente, Mario terminó de acomodar sus pertenencias y se despidió camino a su trabajo en el barrio de San Telmo. Pero antes de irse, me dirigió unas palabras:

—¡Esto no es tan malo como parece!, ¡te vas a adaptar, dejá la cara de preocupación! —afirmó mientras cerraba la puerta al salir. De alguna manera, logró tranquilizarme.

Gracias a sus palabras de aliento, me animé a tomar un baño. Eso marcó el inicio de una serie de duchas incómodas en aquel lugar. Una vez que dejé de ocupar el sanitario, fui directo a la habitación. Por extraño que parezca, no me topé con nadie en el piso, al parecer todos estaban en la planta de más abajo, cerca de la recepción, puesto que se escuchaban voces que provenían desde ese lugar. De la nada, comencé a oír mis borborigmos producto del hambre, necesitaba encontrar donde cocinar, pero ni siquiera tenía utensilios y debía comer algo rápido. Me puse presentable y salí raudo de la residencia a recorrer la zona en búsqueda de algún lugar para almorzar, pero solo encontré un supermercado argenchino en la esquina, justo en frente de la calle, donde compré un paquete de galletas y agua, lo que se convirtió, en mi primera gran comida en Buenos Aires: un pronóstico de lo próximo que me esperaría en el hostal.

Cuando volví a la residencia, llamé por el citófono, pero esta vez, la voz era muy diferente a la de la mujer que me recibió.

—¿En qué habitación vivís? —me preguntó la fémina.

—No lo recuerdo. Llegué hace tan solo algunas horas ... —le dije. Estaba muy tenso, pues no sabía si me dejaría entrar.

—¡El huésped nuevo!, ¡pasá! —refirió mientras se abría la puerta.

Sin perder el tiempo, después de desempacar y organizar mis pertenencias, me dispuse a marchar con rumbo a la Universidad para realizar la tan anhelada inscripción; mal que mal, era el motivo de mi viaje.

En pleno 2010, tomar el transporte público en la capital bonaerense era toda una hazaña, ya que el país aún estaba afectado por la gran crisis económica que llegó a su Peak en 2001 con el Default financiero, por lo tanto, la circulación de monedas era una política restrictiva como medida de estabilización. Y por más que yo haya tenido pinta de turista extraviado, no había nadie dispuesto a cambiar billetes y perder los pocos pesos con los cuales contaba, tan solo por querer ayudarme en mi travesía.

Después que bajé del autobús, comencé a caminar hacia el lugar de inscripción admirando el paisaje urbano. Buenos Aires era una ciudad tan abrumadora, pero a la vez, tan excitante. La humedad impregnaba el aire, el cielo estaba gris, aunque el clima era muy cálido. Me sobrecogía el rugido ensordecedor de las avenidas colmadas de jacarandás, ceibos y cerezos, flanqueadas por el sinfín de barrios y edificios modernos con exquisitos detalles en sus fachadas. Abundaban los parques con calesitas, las terrazas de bares, los restaurantes y los cafés atiborrados de gente, las florerías coloridas y los grandes teatros.

La capital porteña era tan inentendible como yo, tal vez por eso nos atrajimos mutuamente, al igual que todos los inmigrantes que optamos por llegar hasta ahí, coincidiendo dentro de la misma realidad mágica, listos para comenzar a escribir nuestras propias historias.

Luego de preguntar la dirección a quien se cruzara en mi camino, me encontré con todo tipo de respuestas: en donde algunas personas muy gentiles me ayudaban, mientras que otras, no vacilaban en mandarme a dar vueltas por la ciudad con esa travesura tan propia del porteño.

Después de un extenso recorrido, logré llegar hasta la ventanilla de inscripción en el Departamento de Alumnos de la Universidad. A la espera, y en medio de una fila interminable, podía sentir cómo mis expectativas aumentaban con cada paso que daba. Cuando llegó mi momento de pasar al frente, inhalé profundamente y me dirigí a entregar mis documentos. Sin embargo, al escuchar las palabras de la encargada, un sentimiento de agobio me invadió:

—Los plazos de inscripción están cerrados para nuevos ingresos...

«¡Mierda!, ¿qué voy a hacer ahora?», me cuestioné. 


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#UglyHeart. Las Reglas del MonstruoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora