Capítulo 19

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 9 de abril de 1940.

Era mi primera vez en barco y, para mi desgracia, no faltó el famoso mal de mar. Varias veces tuve que reclinar mi cuerpo a la barandilla para vomitar. Mi cerebro se encontraba mareado, intentando calmar las horrendas sensaciones que provocaban temblor en el cuerpo. No era el único con ese problema, pero comprendía la decepción de algunos presentes ante nuestra debilidad por la navegación.Deseaba con todas mis fuerzas tocar tierra firme.

Una vez desembarcamos, pude recobrar sentido a tiempo. Sin demora los disparos resonaron por mi cabeza, haciéndome sentir aturdido. Respiraba desenfrenadamente, pero el sonido de las bombas aéreas y la reciente caída del crucero me hacían incapaz de mantener en paz mi nervio.

Los noruegos estaban decididos a no permitir que sus tierras fueran destino de nazis. Para mi suerte, esta vez no estaban luchando conmigo nadie al cual tuviera su nombre guardado en mi conciencia. Benno, Helmut y Edel tenía como destino otro país al cual conquistar. Eso mantenía algo de calma en mis entrañas, a diferencia de la guerra anterior.

Nuestro principal objetivo era capturar Oslo, la capital. Una vez esta estuviese bajo disposición alemana, sería más fácil adentrarnos en otros lugares, sin embargo, los cañones de defensa enemigos eran poderosos, provocando que nos ocultásemos donde pudiéramos. Para nuestra suerte, los aviones consiguieron derribar algunos, dándonos paso al lugar destinado.

El intercambio fue violento y múltiples cuerpos cayeron desfallecidos en miseria. Otros agonizaban en el suelo, suplicando una luz de esperanza. Los observaba a los ojos, lamentando el tener que pisarlos para poder seguir el camino plasmado por el egoísmo.

Fuimos dirigidos hacia un gran edificio, símbolo de libertad para los noruegos. El Palacio Real de Oslo, Slottet. Estaba extremadamente custodiado, por lo que se hizo presencia un enfrentamiento aún mayor.

Sosteniendo el fusil, me abrí paso, creando una trinchera con cadáveres y escombros. A mis costados habían compañeros, quienes intentaban sobrevivir al encuentro.

-Oye -fui llamado por uno de los presentes-, lancemos granadas.

Asentí y desenganché el explosivo. Una vez nos miramos en complicidad, quitamos el aro protector para después tirar lo más lejos posible el objeto.

La explosión no tardó en llegar, aturdiendo nuestros sentidos, incluso, provocando que soltara el arma para tapar mis oídos. Pateé el suelo en busca de comodidad, pero el estruendo había sido fuerte. Retiré lentamente mis manos, encontrándome en ellas un rastro de sangre.

-Continuemos -sentenció el joven.

Así hicimos, corriendo hacia la entrada del lugar. La adrenalina recorría mi torrente sanguíneo, junto al nuevo zumbido crónico. Rodeamos a los poco sobrevivientes que se encontraban dentro y, apuntando el cañón en su dirección, pedimos que se rindieran. Algunos accedieron, cayendo en el suelo con las manos en la espalda, otros se rehusaban, siendo baleados ante cualquier indicio de ataque.

Me acerqué para atarlos y volverlos prisioneros, pero, en el proceso donde los veo desde arriba de la victoria, admiré el rostro de los jóvenes llenos de miedo. Sólo unos meses habían pasado desde la última vez que estuve en la guerra, que mis manos empuñaban la muerte y me seguía cuestionando. ¿Para qué?

Temía que con el paso del tiempo mi mirada se oscureciera y que el sentimiento de culpa hacia los indefensos se volviera asco. Temía ser lo que en ese momento tanto detestaba, un ser despiadado que matar no le ocasionara remordimiento.

¿Cómo mantengo mi humanidad si cada día que pasa esta se va en cada nuevo cadáver?

(...)

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