32. Error, mala suerte

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El joven quedó helado, probablemente su presión sanguínea había bajado. Sabía que no debía ser poseedor de aquello tan íntimo y privado del príncipe heredero. No entendía por qué Edward le había dejado aquello tan privado en sus manos. ¿Acaso confiaba mucho en él? ¿Acaso no se había percatado de que había dejado algo tan comprometedor en sus manos? No lo sabía, pero tenía miedo.

Necesitaba con urgencia devolver aquello a quien le pertenecía, pero el príncipe aún no había vuelto. Comprendía que nadie podía leer esa carta, así que nuevamente la guardó en su bolsillo.

Salió de su habitación y se dirigió al establo. Los chicos aún no volvían de almorzar, a Oliver definitivamente se le había quitado el hambre.

Mientras cepillaba un caballo intentaba pensar. No le agradaba ser cómplice de aquella revelación que podría acabar con todo. Edward tenía un secreto, un secreto muy comprometedor, y Oliver sabía ese secreto.

No sabía qué pensar, no era su asunto pero se había metido en aquello, y ahora tenía millones de dudas. Edward, el príncipe Edward era un pecador.

—¡Rizos!— oyó a Romeo gritar—. Oh, ahí estás. Basta de holgazanear, hay que trabajar —demandó acercándose. Oliver no contestó, solo asintió sin mucho pensar.

Trabajaba en silencio, sus palpitaciones aumentaban cada que recordaba lo que había descubierto. Estaba aterrado, sabía que todo era muy comprometedor, sentía que algo malo iba a pasar, probablemente era su mente trabajando junto al miedo y los nervios, pero simplemente podía sentir el mal acercarse.

—Oye niño, ¿qué te sucede? Estás pálido —Romeo se acercó. Oliver tardó en contestar.

—Oh, nada... solo... solo me duele la cabeza —Romeo lo miró con duda.

—Ya... no haz comido, para este trabajo tan duro debes comer bien, niño. Anda, ve a tragar algo. Pareces momia andante —ordenó.

—Iré al baño... comeré algo de pasada —habló rápidamente casi en un susurro para luego salir rápidamente del lugar.

—Por dios, parece broma que deba decirle todo —se quejó el rubio.

—Debe estar cansado, déjalo —habló William.

—Tu deja de defenderlo —se quejó nuevamente.

Oliver se remojó la cara y apoyó sus manos en el lavabo, soltando un gran suspiro nervioso. "Esto está mal, esto está mal" susurraba asustado. Se quedó varios minutos en el baño, tocando su bolsillo para sentir la carta, podría jurar que ese papel quemaba al tacto. Varios minutos después salió del baño. Visualizó a James caminar hacia la cocina, por lo tanto supo que Edward había llegado. Caminó lentamente hacia la habitación del príncipe, discutiendo con su propia mente y rogándole a su pecho que se regulara si no quería morir de un infarto. Antes de llegar a la puerta, sacó la carta de su bolsillo y se dispuso a leerla, no sin antes verificar que nadie estudiarse merodeando alrededor. La leyó detenidamente antes de tocar la puerta de los aposentos del príncipe.

—Oye tú, ¿qué se supone que haces? —se sobresaltó cuando escuchó a alguien acercarse. Eran dos guardias, y en medio de ellos estaba el príncipe, quien mientras caminaba leía unos grandes papeles muy concentrado. No supo si el alma se le fue o le volvió al cuerpo.

—Yo... —intentó decir.

—¿Qué haces merodeando por aquí? —preguntó nuevamente el guardia. Oliver quedó petrificado, sin percatarse de que se estaban acercando demasiado.

—¿Oliver? —habló Edward, dedicándole una leve mirada, para luego volverla a los papeles.

—¿Qué tienes ahí? —el guardia parecía interrogarlo. Oliver parecía querer llorar. Edward parecía muy atento en los papeles.

—Esto... no es... no es nada —quiso evadir, agarrando fuertemente el papel.

—¿Eso es una correspondencia? Tu no pagas correspondencia —habló el otro guardia—. No está permitido recibir ni mandar correspondencia sin pagar, niño.

—¿Oliver, necesitas algo? —preguntó Edward, quien corrió la hoja de sus papeles a la siguiente página.

—No. Digo... si —comenzó a balbucear.

—Vamos niño, no tenemos tiempo para tus juegos. Y te he dicho que no está permitido recibir correspondencia sin pagar. Necesitamos confiscar esto —el guardia le quitó bruscamente el papel de sus manos.

—¡NO! —gritó Oliver. Todos los presentes lo miraron extrañados.

—Oye, ¿por qué haces eso? Devuélveselo —dijo Edward. Pero no tardó mucho en volver a los papeles, agarró un lápiz de su bolsillo y comenzó a escribir sobre ellos —. Esto está mal... —habló refiriéndose a aquellas hojas. Oliver estaba pálido. Sudaba del miedo y se sentía aturdido.

—Oh, alteza, son las regalas. Se lo confiscaremos y se lo devolveremos sólo por esta vez —dijo el guardia. Oliver miró al príncipe aterrado. Sus ojos aprecian aguarse. Edward no parecía percatarse.

—Oigan, entreguen eso ya mismo. Es una orden —dijo Edward cuando observó a Oliver y notó extrañado su preocupación.

Los guardias leían la carta, los ojos de uno de ellos de repente eran saltones por lo que leía, el  otro tenía una expresión realmente aterradora, Oliver sentía que en cualquier momento sacarían sus espadas y le cortarían la cabeza.

—Quedas detenido —habló en repudio al terminar de leer la carta—. Esto es increíble, que asco tener viviendo en el castillo real a este tipo de gente. ¡Ponle unas esposas! Qué vergüenza... —comenzó a murmurar.

—¿Que? —Edward al escuchar eso hizo las hojas a un lado y exigió explicaciones.

—Alteza, no creo que sea correcto que usted se acerque a este muchacho. Lo encerraremos y enseguida se lo informaremos a su padre —Edward estaba anonadado.

—¡Exijo ya mismo que me den una explicación! Oliver es mi amigo —dijo con desesperación.

—Edward... —susurró Oliver en suplicio cuando comenzaron a esposarlo. El príncipe lo miró aterrado, pero no más que el joven esposado.

—Alteza, acabamos de descubrir un crimen, debemos actuar rápido —explicó nuevamente el guardia.

—¡Alto ahí. Es una orden! ¡No pueden llevárselo!

Mi Dulce AmadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora