Con una sonrisa en el rostro, Edward terminó de leer la carta que le había enviado William. Le respondería más tarde ya que hoy era el día en el que él y su padre asistirían a la asamblea del pueblo.Se encontraba ya preparado para que en cualquier momento James toque a su puerta para avisarle que el carruaje estaba listo para partir. No era extraño para él el sentimiento de no tener ningunas ganas de asistir a la asamblea, pero no podría librarse y si o si tenía que hacerlo bien, por lo cual también estaba nervioso. Repasó su discurso por una última vez antes de que James tocara a su puerta.
—Ya está listo el carruaje, alteza —asintió y tomó las cosas que necesitaba llevar consigo. Al subir al carruaje, su padre ya estaba sentado allí esperándolo.
—Hola, padre.
—Edward. Espero que hayas repasado bien tu discurso.
—Así es, padre.
El carruaje emprendió en marcha. El viaje no fue largo pero si un poco densa la presión que tenía el príncipe de hacer todo perfecto.
Al llegar habían un par de reporteros listos con sus cámaras apuntándolos. El rey saludó amable pero no se detuvo a escuchar las preguntas de estos. Los guardias los guiaron hacia dentro del recinto. Se adentraron al lugar. Era grande y había mucho público, los súbditos gritaron en forma de saludo al verlos. Estos correspondieron con la mano amablemente. Antes de salir a la tarima debían organizarse en la pequeña oficina que había detrás.
—Hijo, ya sabes el orden de esto.
Llenaron varios papeles y firmaron muchos otros. Terminaron de organizarse y salieron a la tarima. Edward se colocó detrás de su podio correspondiente. Acomodó su micrófono y tomó valentía.
—¡Muy buenas tardes querido pueblo! —saludó—. Es un gran placer volver a reunirnos aquí —gritos entusiasmados fueron lo que escuchó como respuesta.
Edward dio su discurso, el cuál por suerte le salió de maravilla. Todos los expectantes se levantaron en aplausos cuando él finalizó. Cámaras y flashes se veían a todo lado que el mirase.
—¡Muchas gracias por su atención! —dijo sonriente—. Ahora, por favor denle un aplauso a mi padre, el rey Gabriel —finalizó bajando de su podio.
Gabriel le estrechó la mano y subió. Arregló el micrófono dejándolo a su altura y carraspeó.
—Muchas gracias, Edward. Y muchas gracias a mi querido pueblo por su atención —hizo una breve pausa mientras esperaba que los aplausos cesen—. Ahora, me gustaría dictarles un listado de nuevas propuestas que fueron escritas para el bien de nuestro pueblo, para que todos podamos vivir lo más seguros posible—. Se las presentare y por supuesto escucharé opiniones —dijo para seguidamente comenzar a dictar. El príncipe fue evidente con su expresión de confundido y desencajado, ya que no sabía que su padre haría públicas esas reglas, él simplemente pensó que era una tarea más.
El rey comenzó a dictar una por una las reglas. En realidad todo estaba saliendo bien, no eran cambios muy bruscos y al pueblo parecía agradarle las propuestas. Eso le hacía sentir bien ya que sabía que él mismo las había escrito. Le inquietaba que la suerte estuviera tan a su favor, pero solo se dejó llevar.
Hasta que su padre llegó a la regla 163. Se sintió palidecer al escuchar sus palabras.
—Regla 163: Todo habitante que padezca comportamientos maricas, no aptos y/o obscenos con alguien de su mismo sexo, será condenado a cadena perpetua o será enviado directamente a guillotina. Y todo aquel cómplice u oponente irá a prisión.
Edward se comenzó a marear, estaba seguro que en cualquier momento caería de rodillas al suelo. Por otro lado, el pueblo parecía satisfecho ante tal regla. Observó como casi todos asentían seguros, mientras que otros simplemente estaban neutros, como si no les interesara por el hecho de ser ajenos al tema.
No supo de dónde sacó las fuerzas que utilizó para no largarse a llorar ahí mismo, pero supo que suerte no era, porque ya no le quedaba.
—Antes de continuar, ¿alguien tiene alguna pregunta o duda? —hizo la misma pregunta que hacía luego de cada regla para escuchar opiniones. Varias manos se elevaron, y el rey le dio la palabra a alguien al azar.
—Alteza, gracias por tomarme en cuenta —agradeció con una reverencia—. Mi pregunta es: ¿Cuándo el príncipe coronado asuma su reinado, seguirá en pie esta regla?
Todos los ojos fueron dirigidos a Edward, quien se sintió juzgado. Comenzó a sentir que cualquier persona podía ser capaz de leerle la mente y saber que él sería el primero en recibir la guillotina. Sus piernas flaqueaban, sentía que iba a vomitar en cualquier momento.
—Si me disculpan, Edward pasará él mismo a responder esta pregunta al micrófono. Adelante, hijo —dijo haciéndose a un lado.
Intento dar dos pasos sin caerse. Se paró en el podio y tragó saliva tratando de reunir valor para lo que estaba a punto de decir.
—Si, por supuesto que si —su semblante estaba frío, no tenía expresión alguna.
Esas fueron sus únicas palabras. Dio un último vistazo al público antes de bajar del podio y fue ahí cuando lo vio.
William lo observaba.
Estaba parado allí en el público con quien debería ser su familia ya que la mujer y el chico que estaba a su lado tenían los ojos similares a él.
Sus miradas se cruzaron, miradas que decían todo y nada a la vez.
Maldita sea. El hecho de que William haya escuchado eso salir de su boca lo hizo sentir miserable.
Desvió la mirada antes de bajarse del podio cabizbajo. Dirigiéndose a la oficina, esperando allí que su padre termine para irse.
A esta altura ni siquiera le sorprendía el dolor que sentía dentro de su pecho. Sabía que estaba destinado a sufrir cada bofetada que le daba la vida. Pero no podía evitar querer morir al saber que con sus acciones probablemente estaba lastimando a la persona que más amaba en el mundo.
Se limitó a guardarse las lágrimas hasta llegar al palacio. Donde dejaría soltar todo lo que estaba reprimiendo.
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Mi Dulce Amado
Roman d'amourEn la vida, muchas veces aguantas tanto dolor que te destroza hasta caer de rodillas al suelo, solo por amor. Muchas veces no sabes en qué momento caerás, o si simplemente la vida es buena contigo y te hace levantar de la mejor forma. Nunca lo sabre...