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Al llegar devuelta al palacio, la soleada tarde transcurrió en tomar el té en el jardín delantero y coordinar planes aptos para las celebraciones que se aproximaban.

—Antes de la boda tengo pensado hacer algunas remodelaciones —comenzó a decir Matilde, con un tono ilusionado—. Vi en una mueblería un precioso tocador con bordes de oro. Pienso regalárselo a Jazmine como obsequio de bodas, para que lo coloquen en su habitación —dijo mirando a ambos con un amoroso brillo en sus ojos.

—Oh, ¡qué encantador de tu parte! —habló Jazmine fascinada.

—No hace falta mamá.

—¡Claro que si! Las mujeres necesitamos un tocador —respondió Matilde—. De hecho, en estos días pensaba llevarlos a elegir varias cosas para remodelar tu habitación, para así convertirla en una matrimonial —dijo entusiasmada—. ¡Oh! ¿Recuerdas querido cuando compramos aquel bello sillón en donde solíamos leer juntos?

—Calla mujer. Claro que ya no recuerdo eso —dijo Gabriel para luego mirar a Edward—. Pero hazle caso a tu madre y compra nuevos muebles, Edward.

—Que encantador de tu parte, Matilde —prosiguió la reina Ortiz—. Yo ya tengo previsto un precioso moisés que será el que utilizara mi futuro nieto —Edward se ahogó con el té.

—¿Un moisés? —preguntó confundido.

—Oh si. Es precioso... —Edward dejo de escuchar la conversación que comenzaron ambas reinas. Jazmine las miraba ilusionada.

Luego del té, Edward decidió pasar un tiempo a solas en su habitación, su pecho dolía un poco por la presión de esas charlas que decidían su futuro en minutos. Su vida parecía un simple cuaderno en donde todo el mundo escribía lo que se les antojaba al segundo, solo por plan o por descarte. 

Odiaba ese sentimiento deteriorante que lo hacía colapsar de tanta tristeza y frustración, no le permitía respirar bien. Su pecho subía y bajaba, y cada maldita vez que eso le pasaba Edward en verdad pensaba que iba a morir. Hacía lo posible por intentar respirar, sus lágrimas no dejaban de salir. No oyó los golpes en su puerta, tampoco cuando esta se abrió. Estaba de espaldas, fue entonces que se sobresaltó al sentir como alguien lo abrazaba por los hombros. Cleo. Lloró a su lado sin decir una sola palabra. Su silencio era reconfortante porque sabía que no lo estaba juzgando. Para Edward, Cleo era extrañamente única. Luego de conseguir respirar un poco mejor, estuvo en un transe de lágrimas silenciosas por un par de minutos.

—Debemos ir a cenar —habló el príncipe frotándose el rostro luego de varios segundos más.

—Di que no irás porque te sientes enfermo.

—Mi padre me matará.

—No lo hará, créeme. Está muy enfocado en la celebración de mañana —suspiró—. Debes descansar, se vienen unos meses que te destrozaran si no aprendes a controlar tus emociones.

—¿Por qué debo hacerlo? —preguntó más para sí mismo—. Enloquezca o no, el resultado será el mismo.

—Lo sé, pero créeme, ayudará a que tu cabeza no dé tantas vueltas.

—¿Qué haces aquí, Cleo? —soltó de repente.

—Solo venía a verte, suponía que no debías de sentirte bien.

—¿Suponías? ¿Por qué?

—Porque yo... solo lo sé —ambos permanecieron en un silencio sepulcral de unos segundos. Cleo se reincorporo y se sentó en la cama frente a Edward.

—Descansa, Edward —dijo inclinándose hacia él para limpiar las lágrimas que caían por sus mejillas—. Estaré en mi habitación, por cualquier cosa que necesites puedes ir —Edward asintió. Se dejó consolar unos segundos más. Cleo lo atrajo en un abrazo cálido y seguido de eso se retiró de la habitación. El príncipe no quiso juzgar la confianza que aquella joven doncella había impuesto, de alguna forma le agradaba y lograba que esa extraña confianza se volviera genuina.

Quizás Cleo tenía razón. Quizás lo correcto era saber manejar sus emociones, pero, ¿qué sabía él?

Luego de sobre pensarlo, salió de su habitación. Se condujo al minibar y tomó un par de botellas. Un bacardi de limón y un tequila. Con ambas bebidas ya en su posesión, se dirigió al primer piso, cruzó el largo pasillo y golpeó la puerta delicadamente. 

—Ed —dijo William apenas abrió—. ¿Por qué estás con esas botellas? —preguntó extrañado.

—¿Quieres beber conmigo? —preguntó sin más. William solo asintió confuso. Se adentro a la habitación y se recostó sobre la cama.

—¿Qué pasa? —inquirió William, sentándose a su lado.

—No es nada, solo... solo bebamos.

Trago tras trago comieron maní y jugaron póker. Rieron de estupideces que solo ellos entendían. También compartieron algún que otro beso erizante.

—Ya te gané más de cinco veces, y me cansé de comer maní —dijo William divertido.

—¿Quieres jugar al ajedrez? Se que te gusta, aunque no más que hacerme perder —propuso levantando los hombros.

—Ambos sabemos que eres pésimo —rio William. Se miraron mutuamente por unos segundos. Ambos ya se encontraban mareados a causa del alcohol en su sangre. William abrió la boca con intenciones de hablar, pero ninguna palabra pudo salir. Edward comenzó a reír.

—¿Sabes? Cuando sea rey se supone que puedo hacer lo que me plazca. Pero nada de lo que en el fondo quiero podré obtenerlo ni cuando sea el dueño de todo —dijo entre risas—. Es patético —William miró hacia abajo soltando una risa.

—¿Quieres oír algo realmente chistoso y patético? —Edward lo escuchó atento—. Romeo tiene sexo con Jazmine —dijo mientras se comenzaba a tambalear de la risa. La habitación estalló en carcajadas. Las botellas ya estaban acabándose. Ambos estaban recostados sobre la cama.

—¿Eres consciente de que ya todo está llegando a su fin? Ya no hay nada que hacer —soltó de repente Edward.

—Nunca fui tan consciente como en este momento, Ed —tomó la botella de tequila y dio un gran sorbo, acabándosela por completo.

Hubieron unos minutos en un silencio rotundo. William miró el reloj, marcaba las 00:02am.

—Feliz cumpleaños, mi príncipe.

Mi Dulce AmadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora