Edén.

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En el principio, cuando nuestras almas se encontraron, fue como si el universo hubiera sido creado de nuevo, especialmente para nosotros. Todo parecía perfecto, como en el Génesis, cuando Dios vio que todo lo que había hecho era bueno: "Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera" (Génesis 1:31). Cada momento juntos era una celebración de la creación, una danza de estrellas y constelaciones alineadas en nuestro favor.

Nos veíamos a los ojos y sentíamos que estábamos destinados a estar juntos, como si el Creador mismo nos hubiera moldeado uno para el otro: "Y de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer, y la trajo al hombre" (Génesis 2:22). Nuestra unión era sagrada, un reflejo de la armonía original del Edén.

Sin embargo, al igual que en el jardín del Edén, donde Adán y Eva caminaban en armonía con la naturaleza, nuestra dicha no estaba destinada a durar. La serpiente, símbolo de tentación y discordia, se deslizó silenciosamente entre nosotros: "Y la serpiente era más astuta que todos los animales del campo que Jehová Dios había hecho" (Génesis 3:1). Susurros de duda y desconfianza comenzaron a enredar nuestras mentes, y el paraíso que habíamos construido empezó a desmoronarse.

La serpiente, con su lengua engañosa, plantó semillas de discordia en nuestros corazones, recordándome las palabras que dijo a Eva: "¿Conque Dios os ha dicho: No comáis de todo árbol del huerto?" (Génesis 3:1). Al principio, no prestamos atención a estos susurros, pero lentamente, como una mancha de tinta en el agua clara, comenzaron a teñir nuestra relación.

Y cuando pensé que la creación del universo era perfecta y estaba alineada para nosotros, llegó la serpiente, sacándonos del paraíso. "Entonces fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos; y cosieron hojas de higuera y se hicieron delantales" (Génesis 3:7). Así, lo que una vez fue un amor perfecto se fue desvaneciendo poco a poco, como un atardecer que se convierte en noche, dejando tras de sí un eco de lo que fue y una sombra de lo que podría haber sido.

Nos encontramos expulsados del Edén, como Adán y Eva: "Por cuanto obedeciste a la voz de tu mujer, y comiste del árbol de que te mandé diciendo: No comerás de él; maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida" (Génesis 3:17). La perfección que una vez sentimos se ha convertido en una lucha constante, una búsqueda de lo que hemos perdido.

A medida que la serpiente seguía susurrando, la separación entre nosotros se hacía más evidente. Las promesas rotas y las palabras duras eran como el filo de una espada que cortaba nuestro vínculo, recordándonos la maldición que Dios impuso: "Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás" (Génesis 3:19). Lo que antes era un jardín floreciente de amor y esperanza se transformó en un desierto árido de arrepentimiento y dolor.

En nuestro dolor, buscamos consuelo en las palabras divinas, recordando que aunque fuimos expulsados del paraíso, no estábamos completamente abandonados: "Y Jehová Dios hizo al hombre y a su mujer túnicas de pieles, y los vistió" (Génesis 3:21). Incluso en nuestra separación, había un rayo de esperanza, un recordatorio de que el amor y la redención aún eran posibles.

Así, nos embarcamos en un nuevo viaje, no como los amantes perfectos que una vez fuimos, sino como almas heridas buscando la reconciliación. "Entonces Jehová Dios dijo: He aquí el hombre es como uno de nosotros, sabiendo el bien y el mal; ahora, pues, que no alargue su mano, y tome también del árbol de la vida, y coma, y viva para siempre" (Génesis 3:22). Aunque nuestro amor original se había perdido, aún había una oportunidad de encontrar un nuevo tipo de amor, uno que pudiera florecer incluso en las condiciones más difíciles.

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