Llámame.

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- Estás loca. - me dijo, recogiendo sus cosas, queriendo huir.

- Llámame. - le pedí, sabiendo que esas dos palabras lo desarmaban.

- Loca, eres una puta loca, así te llamaré, loca, loca de mierda.

Me levanté despacio, acariciándole la cara, sintiendo su piel temblar bajo mis dedos.

- Llámame "mi amor", llámame "loca", llámame "perra", llámame "puta loca de mierda", pero llámame. Llámame en el medio de la noche, cuando no puedas dormir, cuando el silencio sea insoportable, cuando tu cama esté vacía, cuando te falte compañía. Llámame, aunque sea para escupirme odio, para decirme que no soy nada. Llámame cuando quieras usarme, cuando quieras insultarme, cuando necesites recordarte que aún existo en tu vida.

En su rostro ya no había sorpresa. Había terror, angustia, una súplica muda en su mirada. Quería irse, pero sus pies no obedecían.

- Lo peor que pude haber hecho en mi vida fue conocerte. - susurró, su voz quebrada y temblorosa. Pero no retrocedió.

- Llámame cuando te sientas solo, cuando te consuma la rabia, cuando tu mundo se desmorone y no haya nadie más que te escuche. Llámame en tres meses, en un año, cuando ya no puedas más con el peso de ser quien eres. Llámame.

Mis palabras parecían clavarse en su piel, quebrarlo de alguna forma. Dio un paso atrás, pero mis manos lo siguieron. No lo dejé ir.

- Llámame cuando tus miedos sean tan fuertes que no puedas ignorarlos. Cuando quieras hacerme responsable de tu dolor, de tu vacío, cuando necesites decirme que yo soy el error más grande de tu vida. Llámame al amanecer, cuando todo está en calma y el mundo se siente ajeno, o en la oscuridad de la noche, cuando tu mente sea un caos. Llámame hoy, mañana, o en diez años, pero llámame. No importa cómo, ni cuándo, ni dónde. No dejes de llamarme. Porque siempre estaré esperando tu llamada, siempre.

Él respiraba entrecortado, sus labios temblaban. Sabía que quería decir algo, pero las palabras se negaban a salir, ahogadas por su propio miedo. Y yo me limité a sonreír, a esperarlo. Porque, al final, sabía que me llamaría.
Siempre lo haría.

- Déjame ir. Te lo pido, por favor. - sus manos temblorosas juntandose en súplica.

Me acerqué, llorando.

- No puedo hacer eso. - dije.

Él se estresó, empezó a romper todo. Cada una de nuestras fotos, recuerdos, memorias. Muebles volaban, vidrios bailan por el aire y su odio por mi salía a flote.

- Te odio. - me dijo al fin, cuando su rabia lo dejó hablar.

Me acerqué a él, dejando que el filo de mi voz se entrelazara con sus palabras, como una melodía retorcida que sólo nosotros entendíamos.

- Odio es mejor que nada. Al menos me sientes. - susurré, mirándolo con una devoción tan enfermiza que él apenas podía sostenerme la mirada. - No puedo dejarte ir, ni aunque el mundo entero se desmorone. Sería como arrancarme la piel, como despojarme de cada latido que me mantiene viva.

Extendí una mano hacia él, saboreando su miedo, la forma en que sus ojos se debatían entre repulsión y una oscura atracción que no podía evitar.

- Así que rómpelo todo, quema hasta los últimos rastros de lo que fuimos, de lo que te hizo feliz. Que ardan nuestras fotos, nuestros recuerdos, que el humo de lo que éramos se eleve al cielo. Pero al final, cuando todo esté reducido a cenizas, yo seguiré aquí, esperándote. Porque aunque me odies, aunque trates de huir, lo sabes tan bien como yo... tú y yo estamos destinados a destruirnos.

Él se quedó inmóvil, las lágrimas inundaban sus ojos. Y aunque quería irse, aunque me odiaba con cada fibra de su ser, sabía que no podía huir de mí. Porque lo que compartíamos era un amor que dolía, que consumía, un amor que jamás lo dejaría ir. Yo jamás, lo dejaría ir.



Rosas, espinas y sangre. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora