Cupido.

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Y entonces lo comprendí: mi soledad no era un error, era una elección de Cupido. Su amor no era el de un dios benigno, sino el de un ser consumido por sus propios deseos. No me lanzaba sus flechas porque, en su mente, nadie era digno de mí. Me había mantenido sola, no por mi incapacidad de amar, sino por su egoísmo. Una noche, con la desesperación acumulada en mi pecho, lo invoqué. Sentí su presencia antes de verlo. Apareció frente a mí, con su arco a un lado, observándome con esos ojos que guardaban siglos de secretos.

"Si me amaras, no harías esto" le dije, mi voz temblando entre la rabia y el dolor. "Si realmente me amaras, me dejarías ser libre. No sé lo que es el amor, pero sé que no es ninguna de estas cosas."

Él me miró con calma, como si mis palabras no pudieran tocarlo. "Te amo" dijo, con esa seguridad fría que solo un dios podría tener. "Es por eso que no permito que nadie más esté contigo. Ninguno de esos candidatos es lo suficientemente bueno para ti. Solo yo puedo protegerte de lo que realmente te haría daño."

Lo miré, incrédula, una risa amarga escapando de mis labios. "¿En todos tus años no te has puesto a pensar que tus flechas pueden fallar? Tal vez conmigo fallaste, porque yo no te amo, no siento nada por ti más que desprecio."

Por primera vez, lo vi dudar. Un destello de incertidumbre cruzó su rostro, pero lo ocultó rápido. "Eso no es verdad" murmuró, su voz un poco más baja. "Nunca me he equivocado."

"¿Tan seguro estás?" lo reté, dando un paso hacia él. "Sangras, cada vez que no aciertas, sangras. Ni el amor es perfecto. Tus flechas no son infalibles, y conmigo lo sabes. Te has equivocado, Cupido. Has disparado una flecha torcida, porque lo que siento por ti no es amor. No puede serlo. Es resentimiento, es rabia, es el peso de tu egoísmo que me ha mantenido atrapada."

El silencio entre nosotros se volvió pesado. Cupido se quedó callado, sus ojos buscando respuestas que no podía encontrar. El dios del amor, tan seguro de sus decisiones, de su poder, ahora estaba frente a mí sin palabras. "Ni siquiera tú puedes controlar lo que yo siento" dije en un susurro, "y eso es lo que te aterra. No puedes obligarme a amarte. Y aunque lo intentaras, nunca lo lograrías."

Él bajó la mirada, una mano temblorosa tocando su costado, donde una herida invisible parecía arder. Tal vez no lo había notado hasta ahora, pero también sangraba. Sangraba por cada vez que había fallado, por cada vez que había intentado controlar lo que no podía. Y en ese momento, lo supe: incluso los dioses pueden equivocarse.

Entonces, un pensamiento me cruzó la mente, un desafío que me recorría la sangre con una adrenalina oscura y peligrosa. Lo miré, mis ojos fijos en los suyos, y le pregunté con voz firme: "¿Qué pasaría si te lanzara una flecha a ti? ¿Sentirías el mismo dolor que me has causado? ¿O te enamorarías de alguien más, y finalmente entenderías lo que es amar sin poder poseer?"

Cupido no respondió, pero sus ojos se agrandaron ligeramente, como si la idea lo desconcertara por primera vez en todos sus siglos de existencia. Lo vi tragarse sus palabras, porque tal vez, en ese instante, comprendió lo que nunca había considerado: incluso un dios puede ser víctima de su propia creación. Y mientras el silencio se alargaba, lo supe: por primera vez, le hice temer el poder de sus propias flechas."

Rosas, espinas y sangre. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora