La esperanza se vuelve perdida.

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Entonces él comete actos contra ti, sabiendo que si los compartes, podrían perjudicarlo, hacer que lo odien, y luego sería difícil volver con él y que a tus amigos les caiga bien.

Como aquella vez que me trató como si fuera cualquier cosa. Habíamos quedado en vernos, pero como si quisiera ocultarme del mundo, me dijo que esperara lejos del lugar de encuentro. Ese día me sentí invisible, como si no mereciera ser vista a su lado. Era como si estuviera avergonzado de mí o como si yo fuera un secreto que debía esconder. Esa sensación de ser ocultada, de no ser lo suficientemente importante para ser mostrada con orgullo, me dejó una herida que tardó en sanar.

O cuando me hacía pagar el transporte para ir a verlo. Nunca parecía preocuparse por el hecho de que yo estaba invirtiendo tiempo y dinero para estar con él. Para él, era normal que yo asumiera todos los costos, como si mi esfuerzo y dedicación fueran algo que se esperaba, sin reciprocidad. Esto me hizo sentir usada, como si mi presencia solo tuviera valor si yo era quien daba más, si yo era quien hacía todos los sacrificios.

Cuando discutíamos, siempre era yo quien tenía que arreglar las cosas. Era yo quien tenía que ceder, pedir disculpas, incluso cuando no había hecho nada malo. Parecía que mi rol en la relación era mantener la paz, aunque eso significara poner mis sentimientos y mis necesidades en segundo plano. Cada discusión se convertía en una batalla que debía ganar, y la única manera de ganar era rendirme, aceptar su versión de los hechos y dejar que mis propias emociones fueran ignoradas.

Cuando me hacía llorar con su ley del hielo, ignorándome cuando estaba molesto. El silencio se convertía en un arma, una forma de castigarme por cualquier error real o imaginario. Su indiferencia me hacía sentir pequeña, insignificante. Lloraba en la soledad de mi habitación, preguntándome qué había hecho para merecer su desprecio. Cada lágrima era un recordatorio de que mi voz no importaba, de que mis sentimientos podían ser apagados con un simple gesto de indiferencia.

Y cuando todo estaba hecho pedazos, prometió que me llamaría, pero no lo hizo. Lo llamé yo, y me dijo que estaba en un prostíbulo. Ni siquiera fue capaz de medir sus palabras o de armar otro plan; fue tan seguro y sin censura al momento de decírmelo que ni siquiera se dio cuenta de que me había sacado el corazón. Pero cuando se dio cuenta, no le importó. Ese fue el último acto que soporté de él, el que me hizo entender que no debía estar al lado de una persona para quien valgo tan poco. Sentí una mezcla de dolor, frustración e inseguridad como nunca antes. Me dolía saber que prefería estar en un lugar así en lugar de estar conmigo, y me frustraba darme cuenta de cuánto había sacrificado por alguien que no me valoraba. Mis inseguridades se hicieron más grandes, cuestionándome a mí misma y preguntándome por qué no era suficiente para él. En ese momento, entendí que no solo había perdido a alguien que amaba, sino también a una parte de mí misma. Esa parte que creía en el amor incondicional, que pensaba que el sacrificio valía la pena si se hacía por amor. Pero, ¿qué tipo de amor es aquel que destruye en lugar de construir, que hiere en lugar de sanar?

Poco a poco fue decepcionándome más y más, hasta que dejé de sentir algo por él. Las decepciones se convirtieron en una rutina, una constante que iba desgastando mis sentimientos. Cada mentira, cada promesa rota, fue apagando el fuego que una vez ardía en mi corazón. Me di cuenta de que el amor que una vez sentí se había transformado en indiferencia, en un deseo de distancia y paz. La pasión fue reemplazada por apatía, y la esperanza por resignación.

No me escuchaba, no me comprendía. Y cuando parecía entender, minimizaba lo que sentía. Mis palabras eran como susurros en el viento, perdidas en la inmensidad de su ego. Incluso cuando trataba de expresar mis sentimientos, mi dolor, él los reducía a simples exageraciones, a caprichos sin importancia. Me hacía sentir que mis emociones eran irracionales, que mis preocupaciones no tenían fundamento. Esa falta de validación me hizo dudar de mí misma, de mis propias percepciones y sentimientos.

Pero aun así tuve esperanza. Pensé que cambiaría, que lucharía por tenerme a su lado. Pero no, ni siquiera dio batalla para evitar que me fuera. La esperanza que tenía se volvió pérdida: pérdida de tranquilidad, de paz, de seguridad. La esperanza trajo de vuelta viejos dolores que creía superados. Golpes. Golpes que pensé que sabía cómo esquivar. Me aferré a la esperanza como un náufrago se aferra a un pedazo de madera en medio del océano, creyendo que algún día llegaríamos a la costa. Pero cada día que pasaba, me daba cuenta de que no había tierra a la vista, solo un vasto mar de indiferencia y abandono.

Y en esa esperanza perdida, me fui perdiendo a mí misma. La ilusión de que todo podría ser diferente me mantenía atrapada, esperando un cambio que nunca llegó. Cada promesa rota, cada vez que mis sentimientos fueron ignorados, me adentraba más en un laberinto de dudas y confusión. Me encontraba caminando sin rumbo, buscando respuestas en un desierto de indiferencia. Perdí mi camino, mi sentido de quién era yo antes de él. Mi mundo giraba en torno a su aprobación, y en ese giro constante, olvidé cómo era estar en paz conmigo misma. La esperanza se volvió una prisión, un espejismo que me cegaba ante la realidad: que merezco algo más que vivir en la incertidumbre, que merezco ser amada sin condiciones. Ahora sé que el amor no debería doler de esta manera, y que el verdadero amor empieza por uno mismo. Entendí que debo amarme lo suficiente para dejar ir lo que me lastima, para liberarme de las cadenas de una relación que solo trae dolor. Es hora de recuperar mi vida, mi dignidad y mi paz.

Rosas, espinas y sangre. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora