—Brrrr... Brrrr... Brrr... —sentí mi celular vibrar sobre la pequeña mesa de luz. Lo temí: era la alarma. 2:00 a. m.
Me levanté de la cama para ir al baño, debía haber como -2°C en ese momento. Abrí la ducha mientras esperaba que el agua se calentara. Tenía que bañarme en tiempo récord para poder alistarme y después a mi hijo. Peiné mis rulos y les di forma para quedar lista, me puse un poco de rímel en los ojos y bálsamo rosa para estar un poco más arreglada.
Había optado por ponerme un conjunto de morley blanco, ya que afuera hacía un frío de cagarse. El top era de manga larga y me llegaba hasta el ombligo, y el pantalón Oxford, que era bien pegado y quedaba lindo. Unos championes blancos, y ta, pronta.
Caminé hacia el cuarto para despertar a mi hijo y así alistarlo lo más pronto posible, porque Kat ya había preparado el desayuno y después nos teníamos que ir.
Felipe se veía divino con su buzo deportivo de la AUF.
Desayunamos en tiempo récord. Agarré nuestras valijas, abrigos y pasaportes, y salimos de casa, cerrando todo.
—¡Corré, nene, que ya está todo pronto y no llegamos! —gritó Kat desde el auto, donde ella y Felipe ya me esperaban.
Nos habíamos levantado tan temprano porque teníamos que manejar 95.4 kilómetros hasta el aeropuerto de Carrasco, en Montevideo.
---
3:30 a. m.
El viaje por la ruta había estado tranquilo. Felipe durmió todo el camino. Mientras yo manejaba, Kat no paraba de hablar, por suerte había traído el mate para el camino. Para mi sorpresa, la entrada al estacionamiento del aeropuerto estaba bastante vacía, considerando que habíamos llegado una hora y media antes.
Bajé las valijas y todo lo necesario, tomé la mano de mi gurisito y caminamos los tres juntos hacia el interior del aeropuerto.
La estructura enorme e iluminada hacía que a Felipe se le picaran los ojitos. Él se los rascaba con pereza. Nos sentamos en unas banquitas a esperar que pasara el tiempo para poder abordar.
Al lado nuestro había un grupo de gente que, a medida que llegaba, se saludaban todos con mucha alegría.
—¡Clara! —siento un golpecito en el hombro—. ¡Mirá, mirá, mirá! —noto el entusiasmo en la voz de mi amiga, así que miro para donde está señalando. A nuestra izquierda venía caminando una mujer de treinta y pico, con varios niños y una nena que la seguían. Los cuatro saludaron al grupo que ya estaba ahí.
Eran nada más y nada menos que la esposa e hijos de Alberto Díaz, el máximo goleador de nuestra selección.
Me reí del entusiasmo de Kathy, no sin antes notar que justo detrás de la familia de Alberto venía Lorenzo con su madre.
Enseguida miré a Kat, que cambió la cara al ver a Lorenzo.
—¿Qué pensabas? ¿Qué pensabas, que te habías librado de mí? Jah —sacó la lengua como un gurí. Felipe se rió bajito.
—Hola, amigo. ¿Estas brujas te hicieron madrugar? —se agachó a la altura de Feli y le despeinó el pelo. Felipe estiró los brazos para que lo alzara. Lolo lo agarró en brazos y me miró.
—Mami, ¿puedo ir con Toto? —me preguntó Felipe mientras sonreía. Toto era Lolo. Cuando Feli tenía un año y medio y recién empezaba a hablar, no podía decir bien la “L”, decía “Toto”. Y así le quedó.
Asentí mientras le alcanzaba su peluche de vaca, con el que dormía y pasaba gran parte del día.
Lorenzo caminó con Felipe en brazos hacia la puerta de embarque.
Había más gente ahora: algunas madres, hermanas e incluso novias de los jugadores. A algunas las reconocía, a otras no.
—Clara —Kat tomó su valija y la hizo rodar hacia mí—. Vamos, que ya nos vamos —dijo con una sonrisa enorme y la emoción en la cara.
Agarré mi valija y el bolso de Felipe. Caminé hacia la banda y lo puse allí. Le di nuestros pasaportes a la azafata de la puerta, que me sonrió.
—Sí, el muchacho ya abordó con él —dijo sonriendo.
—Seguramente le lloró un poco demasiado —dije, porque el pasaporte y el boleto los tenía yo. La mujer sonrió y se hizo a un lado para dejarnos pasar.
Kathy iba justo delante mío, caminaba rápido y estaba re inquieta.
—Kathy, que te va a dar un soponcio, ¡tranquilizate! —por fin la alcancé en la entrada del avión.
Lorenzo se había sentado en su asiento del lado del pasillo. Tenía a Felipe sobre la falda, y cuando me vio, Felipe sonrió. Busqué mi número de asiento y, por suerte, me tocó justo al lado, del otro lado del corredor.
—¿Querés venir conmigo, mi amor? —extendí los brazos hacia él. Felipe asintió enseguida.
---
17:45 p. m., hora Uruguay
Doce, casi trece horas había durado el vuelo. Pasamos el viaje entre pelis y siestas. Creí que Felipe se iba a sentir incómodo, incluso aburrido, pero no fue así. Lorenzo se encargó de que lo pasara bien.
Por suerte, la diferencia horaria entre Uruguay y Estados Unidos era solo de una hora.
Desembarcamos, recogimos las valijas y, sin contratiempos ni demoras, estábamos oficialmente en Miami.
—Vamos para el mismo lado, por desgracia —dijo Lorenzo, mirando mal a Kath—. Así que se vienen con nosotros —agregó mientras agarraba mi bolso y la mano de Felipe.
—Todavía no me la creo —dijo Kathy, abrazándome por atrás.
Ni yo me la creía, que estuviéramos así.
—Ni yo, KatKat, ni yo.
Las dos caminamos hacia la salida detrás de Lolo, que no era ni la primera ni la última vez que recorría esos pasillos.
Salimos del aeropuerto, donde un Mercedes negro nos esperaba.
---
Minutos más tarde, estábamos entrando al Stadium Hotel, donde nos hospedaríamos los próximos días.
El hotel era precioso. Los colores verdes y amarillos predominaban en todo el lugar. Era enorme y hermoso. Nos dirigimos a la recepción a pedir las llaves. Lorenzo se encargaba de todo, ya sabía cómo era.
Tomé a Felipe de la mano y caminamos hacia el ascensor. Antes de poder siquiera subir, Felipe me tiró del brazo y salió corriendo.
—¡Mirá, mami, una piscina! —gritó mientras tiraba de mi brazo, corriendo y arrastrándome.
Sin darme cuenta, choqué con alguien.
Cuando levanté la vista, vi a un muchacho de unos veintitantos. Tenía el pelo corto, los ojos marrones y medio achinados. Era castaño, con expresión seria, pero cuando hizo contacto visual conmigo, sonrió, mostrando sus dientes bien blancos y dos hoyuelos.
Llevaba una remera blanca y un deportivo azul, ambos con el escudo de la AUF. Estaba acompañado de un grupo de gurises que vestían igual.
—Lo siento, yo...
Su mirada bajó hacia mi hijo y volvió a sonreír.
—Tranquila, linda, no fue tu culpa —dijo sonriendo, y yo aparté la mirada.

ESTÁS LEYENDO
"El desastre que dejas" | Manu. U
RomanceSinopsis Clara es madre, dueña de una pequeña cafetería en Uruguay y una experta en callarse lo que siente. Con el corazón siempre a flor de piel, aprendió a guardar antes que decir, a evitar el riesgo de ser malinterpretada. Pero hay sentimientos q...