Capítulo 29: "No te acerques, no la mires, ni la pienses"

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La noche había llegado. Ver el atardecer caer sobre la ciudad a través de los grandes ventanales del café era una de mis cosas favoritas. Los colores rosados y violetas se oscurecían rápidamente, transformándose en azules profundos que daban paso a la luz de cada estrella que habitaba este cielo.

—¿En qué pensás? —la voz de Manuel me sacó de mi trance. Sentí cómo se colocaba detrás de mí y me abrazaba por la espalda, dejando un beso en mi mejilla.

—En nada, en realidad —respondí despreocupada.

Ya había cerrado la cafetería, solo quedábamos nosotros tres. Manuel iba a pasar unos días con nosotros antes de volver a París para la temporada. Su vida no estaba acá, pero eso no iba a ocupar mis pensamientos ahora. Está acá, y eso es lo que importa.

—Tengo hambre, mami —dijo Felipe mientras se sobaba la pancita y sonreía en nuestra dirección.

—¿Qué prefieren? ¿Vamos a cenar o cocino para ustedes? —preguntó Manuel, mirándonos a ambos.

Una sonrisa burlona se dibujó en mi rostro, y él frunció el ceño, confundido.

—¿Qué? —preguntó.

Recordé la primera vez que dormí con él. El desayuno no fue exactamente su punto fuerte… aunque en otras cosas sí que se lució. Sacudí la cabeza para borrar ese pensamiento.

—La cocina no es tu fuerte —comenté divertida.

—Pero sé hacer un par de cosas bien —respondió con tono coqueto, guiñándome un ojo.

Rodé los míos y agarré nuestros abrigos.

—Vamos, cocino yo —dije, tomé las llaves del auto y se las pasé a él para que manejara. Cerré el café, levanté a Felipe en brazos y caminamos hacia el auto.

El centro todavía tenía movimiento. Era sábado de noche y los lugares para comer estaban llenos. Cuando llegamos al auto, acomodé a Felipe en su silla, le ajusté el cinturón, y justo cuando me iba a subir al asiento del acompañante, me reí al recordar algo.

—¿Para qué agarraste las llaves si no conocés la ciudad? —le dije entre risas.

Él se encogió de hombros, me lanzó las llaves y subí para manejar.

...

Después de dar varias vueltas, encontramos un supermercado abierto. San José no era tan chico, pero tampoco una gran ciudad. Más bien tranquilo, familiar, y las grandes cadenas no duraban mucho.

Estacioné, miré a mi derecha y sonreí.

—¿Vamos? —pregunté. Manuel me devolvió la sonrisa y bajó del auto. Abrí la puerta trasera y ayudé a Felipe a bajar, quien enseguida corrió a tomarle la mano a Manuel. Caminaron juntos hacia la entrada del súper. Ver a mi hijo conectar tan rápido con alguien era raro... y hermoso.

Dentro, Manuel empujaba el carrito y Felipe, sentado adentro, me miraba con una sonrisa cómplice. Caminamos por los pasillos de comestibles, todavía llenos de gente.

—¿Qué comemos? —preguntó Manuel, apenas unos pasos delante de mí.

Me encogí de hombros. Aún no lo había pensado. Él soltó una risa ronca y negó con la cabeza.

—¡Hamburguesas! —gritó Felipe, haciendo que varias personas se giraran a mirarnos.

—Nooo, otra vez no —dijimos Manuel y yo al unísono.

Felipe nos sacó la lengua, cruzándose de brazos como un pequeño rebelde.

...

Después de media hora discutiendo, decidimos hacer pastas.

Ya estábamos en casa. Manuel y Felipe pusieron una película de algún superhéroe al que no presté atención. Mientras ellos estaban metidos en la historia, yo me fui a la cocina. Corté cebolla, morrones, queso y todo lo que iba a necesitar para la salsa. De fondo solo se escuchaban las quejas y gritos de los dos “niños” cada vez que pasaba algo en la pantalla.

—Brrr... brrr...

—¡Mierda! —el celular vibró y, por distraída, me corté un dedo.

—¿Todo bien, pibita? —escuché la voz ronca de Manuel. Lo miré levantando una ceja.

—¿Apodo nuevo? —pregunté divertida.

—¿Preferís “amor”? —soltó mirándome por encima del hombro.

No me lo esperaba. Cuando reaccioné, me di cuenta de que estaba sonriendo como una tonta. El calor subió a mis mejillas y él se rio antes de volver a mirar la tele.

Recordé el celular. Era un mensaje de Iván.

“Iván: Mañana tenemos que hablar.”

No iba a gastar energía en responderle.

...

8:30 a.m.

—Toc, toc, toc.

Los golpes fuertes en la puerta me despertaron. Me dolían los ojos por la luz que se colaba por la ventana. Miré a la derecha y ahí estaban: Manuel aún dormido, y Felipe en medio de los dos. Salir sin despertarlos era un desafío, pero lo logré.

Fui hasta la puerta principal, medio dormida, y la abrí.

—¿Por qué mierda no respondés el teléfono? —soltó Iván, furioso.

Lo miré, confundida. ¿Cómo se atrevía a venir a mi casa?

—¿Qué hacés acá? Son las ocho de la mañana. ¿Estás pirado o qué? —salí unos pasos, cerrando un poco la puerta para no despertar a los demás.

—Te dije que teníamos que hablar —dijo, y me tomó del brazo. Intenté zafarme, pero apretó más.

—¿Qué pasa acá? —la voz ronca de Manuel sonó detrás de mí. La cara de Iván cambió, me miró con odio.

—Ah, claro. Tenía que estar este pelotudo —espetó, soltándome el brazo.

—Ya se va —dije entrando, pero Manuel se paró delante de mí, muy cerca de Iván.

—Ellos están conmigo ahora —dijo firme—. Si volvés a acercarte, si le respirás cerca o si siquiera pensás en ella, te vas a meter en problemas. Legales o no, lo que me divierta más.

Vi cómo apretaba los puños. Su mandíbula marcaba claramente su enojo.

Iván me miró otra vez.

—¡Shh! ¿Qué dije? —Manuel alzó la voz—. No te acerques. No la mires. Ni siquera la pienses. Ella está conmigo ahora.

—Manuel... —tomé su brazo, intentando apartarlo. Él me miró y su expresión cambió.

—Entrá a la casa, preciosa —dijo, ladeando la cabeza hacia la puerta.

"El desastre que dejas" | Manu. UDonde viven las historias. Descúbrelo ahora