• Culpas compartidas

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Isabel estaba tumbada en la cama, con la respiración aún agitada por el momento de pasión que acababa de vivir. La habitación estaba en penumbra, apenas iluminada por la tenue luz que se filtraba a través de las cortinas. El silencio era interrumpido solo por el sonido de sus respiraciones, creando una atmósfera íntima y cargada de emociones.

Aquella mujer castaña se inclinó sobre ella, besando suavemente su cuello. Isabel cerró los ojos, disfrutando de las caricias, sintiendo cómo las manos ajenas recorrían su cuerpo con familiaridad y deseo. Los besos se hicieron más intensos, y sus cuerpos se entrelazaron nuevamente en un baile de pasión, olvidándose del mundo exterior y sumergiéndose en un remolino de sensaciones.

Sus labios se encontraron en un beso profundo, y por un momento, Isabel se permitió olvidar todo lo que la esperaba fuera de esa habitación, concentrándose en las últimas caricias que ella le brindaba. El deseo se apoderó de ellas nuevamente, y el tiempo pareció detenerse mientras sus cuerpos se movían al unísono, explorándose mutuamente con un fervor renovado.

Cuando el deseo se había calmado y sus cuerpos se relajaron, Isabel se levantó lentamente de la cama y empezó a vestirse en silencio, bajo la atenta mirada de esa misteriosa mujer.

"¿Está es la última vez que nos veremos?", preguntó ella, rompiendo el silencio con una voz suave pero llena de tristeza.

"Así es. Te lo dije desde el principio", respondió Isabel sin mirarla, concentrada en vestirse.

"¿Realmente amas a tu prometido?", preguntó la mujer incorporándose, mirándola con los ojos entrecerrados.

Isabel detuvo sus movimientos y la miró con una ceja alzada. "Claro que lo amo."

Ella sonrió con amargura. "No parece. Si lo amaras, no hubieras buscado una amante."

Isabel suspiró, sintiendo el peso de sus palabras como una losa sobre sus hombros.

"Esto solo fue una aventura que no tiene nada que ver con lo que yo sienta por él. Necesitaba desestresarme de todos mis problemas y tú me has ayudado con eso."

La mujer sonrió pícaramente, acercándose a ella con una mezcla de deseo y curiosidad.

"Cuéntame tus problemas, así podré ayudarte mejor," dijo con una voz suave, mirándola fijamente.

Isabel cerró los ojos por un momento, y los recuerdos de aquella noche volvieron a ella con fuerza. Sus gritos, los disparos, la desesperación en los ojos de Mayte y Fernanda. Abrió los ojos de golpe, alejando esos pensamientos.

Ignoró las palabras de la mujer y terminó de vestirse, agarró su bolso y sacó su chequera. Rápidamente escribió un cheque con una suma alta y se lo entregó. "Gracias por todo. Adiós."

La mujer tomó el cheque, mirándola con una sonrisa agradecida y coqueta. "Adiós, preciosa."

Isabel salió de la habitación y se dirigió a su auto. Al llegar, se permitió llorar libremente, sintiéndose la peor persona del mundo, no solo por lo que pasó aquella noche, sino también por engañar al que en unos días sería su esposo.

Respiró profundamente, intentando calmarse. Encendió el auto y manejó con lágrimas en los ojos hasta la casa de Mayte. Al llegar, se bajó del auto y se dirigió a la puerta, intentando recomponerse antes de tocar.

Mayte abrió la puerta con cuidado, sus movimientos limitados por la herida que aún tenía que sanar. Al ver a su hermana con los ojos hinchados de llorar, su preocupación fue inmediata.

"Isa, ¿qué tienes? ¿Qué pasó?" preguntó Mayte suavemente, invitándola a pasar.

Isabel entró y se desplomó en el sofá, cubriéndose el rostro con las manos. Mayte se sentó a su lado, acariciando su espalda, brindándole consuelo. Isabel levantó la cabeza, dejando ver las lágrimas que rodaban por sus mejillas.

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