• ¿Quién eres?

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Por si no les llegó la notificación del capítulo anterior "Secuestro", vayan a leerlo y luego regresan. ♡

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Isabel

Desperté en la penumbra, con la tenue luz que se colaba a través de una cortina opaca como único indicador de que no estaba en completa oscuridad. Parpadeé varias veces, tratando de enfocar la vista y entender dónde me encontraba, pero la falta de claridad solo contribuía a aumentar mi desconcierto. El lugar, evidentemente, no era mi habitación. El aire olía a humedad y encierro, un aroma extraño y desconocido que erizó mi piel.

Intenté moverme y, para mi horror, descubrí que mis manos y pies estaban atados. La cuerda rasgaba la piel alrededor de mis muñecas y tobillos con cada esfuerzo que hacía por liberarme. Una ola de desesperación me golpeó de lleno, y empecé a forcejear con más fuerza, esperando inútilmente que las ataduras cedieran. Mi respiración se volvió rápida y entrecortada, y un frío sudor comenzó a cubrir mi frente.

—¡Ayuda! —grité, con la voz rota por el miedo. Solo el eco respondió a mis súplicas, rebotando contra las paredes y devolviéndome mi propia desesperación.

Intenté incorporarme, pero las cuerdas alrededor de mi cuerpo no me lo permitían. Mis movimientos eran torpes y limitados, y cuanto más intentaba liberarme, más se clavaban las ataduras en mi piel.

La última imagen clara en mi memoria era la de Marcela, mirándome con una tonta sonrisa mientras me entregaba mi medicación.

—Perra —susurré con odio.

Cada segundo que pasaba sin respuestas aumentaba mi ansiedad. Sentía el corazón latir con fuerza en mi pecho, cada latido un recordatorio de mi vulnerabilidad y mi impotencia. La habitación parecía cerrarse a mi alrededor, las sombras se alargaban y se encogían, jugando con mi mente. No sabía dónde estaba, ni por qué estaba allí, ni qué planeaban hacerme.

Me esforcé aún más, tirando de las cuerdas con todas mis fuerzas, sintiendo cómo las fibras ásperas quemaban mi piel y dejaban marcas profundas. Las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos, no podía evitarlo. Estaba aterrada.

—¡Por favor! ¡Alguien! —seguí gritando, mi voz cada vez más débil y desgarrada.

Tomé una profunda respiración, intentando calmarme. Recordé uno de esos ejercicios de respiración que había aprendido en momentos de estrés: inhalar lentamente por la nariz, sostener el aire unos segundos y luego exhalar despacio por la boca. Pero era casi imposible mantener la calma en un momento como ese. Mi mente estaba nublada por el pánico y los pensamientos de todo lo horrible que podría pasarme.

Con cada intento fallido de liberarme, sentía cómo mi energía disminuía. La desesperación daba paso a la fatiga, y cada vez que cerraba los ojos, el miedo a no volver a abrirlos me inundaba. Intenté escuchar más allá de mis propios gritos, buscando algún indicio de presencia humana, alguna señal que me indicara que no estaba completamente sola en ese lugar desconocido.

Pasaron minutos, o tal vez horas, mi sentido del tiempo se había desvanecido junto con mi esperanza de una pronta liberación. Mis muñecas y tobillos ardían, y mis músculos empezaban a doler por la tensión constante. Me sentía atrapada, como un animal en una trampa.

Me obligué a mantener los ojos abiertos, a no sucumbir al agotamiento que amenazaba con vencerme. Necesitaba estar alerta, encontrar alguna manera de salir de ahí. Concentré mi atención en la tenue luz que se filtraba por la cortina. Tal vez si lograba moverme hacia ella, podría ver algo más, algún detalle que me ayudara a entender mi situación.

La caja de Pandora Donde viven las historias. Descúbrelo ahora