• Secuestro

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Isabel

Acostada en mi cama, con la televisión encendida como único entretenimiento, sentía el peso de esta nueva monotonía aplastándome. Los días encerrada en mi casa parecían eternos, y la programación repetitiva de la televisión se volvía cada vez más insoportable. Extrañaba la rutina del trabajo, la sensación de productividad que ahora parecía tan lejana. A veces, mi mente vagaba hacia los momentos en los que mi vida tenía un propósito y una dirección clara. Pero ahora, todo se sentía difuso y vacío.

Un leve sonido en la puerta me sacó de mis pensamientos. Con un suspiro, di permiso para que entraran. Marcela apareció con una bandeja en las manos, cargada con lo que suponía era mi almuerzo.

—¿Por qué trae usted mi almuerzo y no Rosario? —pregunté, refiriéndome a la empleada que normalmente se encargaba de esas tareas.

—Rosario tuvo que salir de urgencia. Me pidió que le avisara y que le trajera el almuerzo —explicó, mientras colocaba la bandeja en la mesita junto a mi cama.

—Está bien, pero quiero comer en la mesa —dije con firmeza mientras comenzaba a levantarme.

—Señora, creo que lo mejor sería que comiera aquí. Tiene que estar en reposo, y no creo que bajar las escaleras y luego subirlas le haga bien —respondió Marcela con un tono conciliador.

—No sea exagerada, Marcela. Estoy cansada de estar encerrada aquí. Quiero comer en la mesa. No me pasará nada por bajar las escaleras —insistí, ya de pie y caminando hacia la puerta.

—Está bien. ¿Le ayudo a bajar? —preguntó, acercándose a mí.

—No, puedo sola —respondí con un toque de irritación en mi voz.

Salí de la habitación y comencé a bajar las escaleras, con Marcela siguiéndome de cerca. A pesar de mi determinación, cada escalón era un recordatorio de lo débil que aún me sentía. Finalmente, llegamos al comedor. Me senté con un suspiro y Marcela comenzó a servirme la comida en un plato. Luego, discretamente, se retiró dejándome sola.

Disfruté el almuerzo en silencio, saboreando cada bocado. La comida era simple, pero después de días de monotonía, cualquier cambio era bienvenido. Cuando terminé, Marcela regresó para recoger los platos.

—Gracias —dije sin mirarla, levantándome de la silla.

Comencé a caminar hacia el pasillo que llevaba a mi oficina. Estaba decidida a hacer algo productivo con mi día. Marcela, sin perder el ritmo, se acercó nuevamente.

—¿A dónde va, señora? —preguntó con preocupación.

—A mi oficina. No quiero interrupciones —respondí, cerrando la puerta detrás de mí.

Dentro de mi oficina, el ambiente era diferente. Aquí, me sentía en control. Me serví un vaso de whisky, sintiendo el ardor del líquido en mi garganta como un alivio bienvenido. Me senté en mi silla, encendí mi laptop y comencé a revisar algunos correos electrónicos. Perderme en el trabajo era lo que necesitaba.

El tiempo pasó volando. Entre responder correos y revisar documentos, el día se esfumó. Sentía una extraña satisfacción, una que no había experimentado en días. Cuando terminé, me serví otro trago de whisky y salí de la oficina, con el vaso en mano.

En el pasillo, me encontré de nuevo con Marcela. Ella me miró con desaprobación al ver el vaso en mi mano.

—Señora, no debería estar tomando. No le hace bien —dijo con suavidad, pero con firmeza.

—Y usted no debería meterse en lo que no le importa —respondí con un tono cortante.

Sin esperar su respuesta, me alejé y comencé a subir las escaleras hacia mi habitación. Mientras avanzaba, sentí su mirada en mi espalda, y antes de llegar al último escalón, me giré hacia ella.

La caja de Pandora Donde viven las historias. Descúbrelo ahora