• Falsa acusación

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Rato después, Fernanda llegó a la estación de policía acompañada por los los agentes que la escoltaban. A pesar del ambiente opresivo, Fernanda mantenía su postura firme y serena. Sus ojos no mostraban ni un atisbo de miedo ni de nerviosismo.

Al llegar a la sala de interrogatorios, los policías le indicaron que se sentara en una silla frente a una mesa de metal. La sala estaba iluminada por una luz blanca y fría que hacía que cada detalle fuera visible.

Fernanda observó en silencio mientras los policías completaban los trámites estándar: tomaron sus huellas digitales, la fotografiaron y le leyeron sus derechos.

Una vez completados los trámites, uno de los policías salió de la sala, dejándola sola. El tiempo pasó lentamente mientras Fernanda se quedaba observando la pared, luchando por procesar los recientes acontecimientos.

Pasaron varios minutos antes de que la puerta se abriera nuevamente. Un policía de aspecto severo entró, llevando una carpeta gruesa en la mano. Sin decir una palabra, la lanzó sobre la mesa con un golpe seco que resonó en la habitación.

"Señora Meade, su madre fue encontrada muerta en su habitación por envenenamiento. Hemos estado hablando con varias personas y la enfermera que cuidaba de su madre nos dijo que la última persona que entró a verla fue usted", dijo el policía, en un tono serio y profesional.

"Si yo hubiera querido matarla, lo hubiera hecho hace mucho tiempo, y de una forma más inteligente. Esa mujer hizo de mi vida un infierno", respondió Fernanda en un tono firme y seguro, mirándolo directamente a los ojos.

El policía se cruzó de brazos y comenzó a caminar lentamente alrededor de la sala, como un depredador acechando a su presa.

"Entonces admite que tenía motivos para matarla. No nos sorprendería que usted lo haya hecho. ¿Por qué fue a verla después de tanto tiempo?", preguntó, intentando provocarla.

"Porque era mi madre y quise verla. Estuve recordando momentos con mi familia y sentí la necesidad de ir", respondió, sin desviar su  mirada fría de él.

"¿Recordando? Pero acaba de decir que su madre hizo de su vida un infierno. ¿Por qué recordarla entonces?", el policía insistió, con su voz cargada de incredulidad.

"Porque los peores recuerdos son los más difíciles de olvidar. Qué pregunta tan estúpida", respondió Fernanda, con desdén evidente.

El policia golpeó la mesa con fuerza, inclinándose hacia ella con una expresión de furia y su respiración acelerada.

"¡No me falte al respeto! ¡Dígame por qué la mató!", gritó, su paciencia estaba visiblemente agotada. Fernanda se inclinó más hacia él, conectando sus miradas.

"Ya le dije que yo no la maté", respondió con firmeza, también agotada por su insistencia. Sentía que podía entrar en desespero, pero lucho por mantener la compostura.

El policía, claramente frustrado por la falta de cooperación de Fernanda, comenzó a caminar nuevamente, intentando provocar una pizca de miedo en ella.

"No le creo. Está tan tranquila porque piensa que por ser quien es no le pasará nada. Pero la ley aplica para todos, y usted debería saberlo muy bien", dijo, acercándose peligrosamente.

"Claro que lo sé, y por eso estoy tranquila, porque sé que no le hice nada a mi madre. Quienquiera que lo haya hecho, pagará por ello", respondió, mirándolo de cerca.

El policía se colocó detrás de ella, inclinándose cerca de su oído, su aliento cálido contrastando con la frialdad de la habitación.

"Sé que fue usted. Y me encargaré de descubrirlo y de meterla a la cárcel", susurró, sus palabras cargadas de veneno y determinación.

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