3 - Tori

154 14 0
                                    


Conocí a Pablo el primer día de preparatoria. Fue uno de esos momentos que, visto en retrospectiva, a algunos les parecería cosa del destino: lugar y momento adecuados. No a mí. Yo decidí que ese chico tenía que ser parte de mi vida. Así como resolví romperle la nariz al imbécil que le gritó maricón en la cafetería. No me expulsaron porque era una Ferrer y mi apellido pesaba más que las ganas de los padres de ese idiota por que recibiera mi merecido.

Luego de salir de la dirección con una sonrisa triunfante, Pablo se acercó a mí para invitarme a comer a su casa, una especie de agradecimiento por defenderlo. Supongo que fue en ese momento cuando ambos vimos reflejado en el otro ese espacio vacío que suplicaba ser llenado. En mi caso por la partida de Bea, en el suyo por el abandono de su papá.

¡Ay, su papá! Otro imbécil que tuvo la suerte de que no lo conociera, de ser así le habría roto más que la nariz.

Por lo que Pablo me contó, era uno de esos machos a la antigua que veían la homosexualidad como un castigo divino. Cuando sus intentos porque le gustaran las chicas y las "cosas de hombre" no resultaron, concluyó que era mejor no volver a verlo. A Pablo acabarían por encantarle las cosas de hombres, solo que no las mismas que su progenitor tenía en mente.

En ese tiempo, Pablo aún vivía con Abigail e Inés —madre y abuela— en una casa de Chapalita. A las tres nos bastó una mirada para agarrarnos cariño. Se convirtieron en la familia que siempre quise. Abigail me aconsejaba y regañaba a partes iguales, como toda una madre, e Inés me consentía y alimentaba como si fuese una niña desamparada, algo no muy lejos de la realidad para ser honesta.

Se volvieron tan parte de mí que cuando Pablo se independizó nos inventamos los jueves de enchiladas. Una tradición obligatoria a la que estaba prohibido faltar. Seré honesta, aunque no fuera obligatorio, nada ni nadie se interpondría entre la comida de Inés y yo.

Toqué el timbre tres veces tal y como lo había hecho los últimos trece años, uno largo y dos cortos. No me preguntes el porqué, pero eso se había convertido en mi sello de anuncio. En las películas donde la nobleza aparece suele salir un tipo con una trompeta que anuncia a los visitantes, o en ocasiones algún criado lo dice a viva voz. Yo no tenía ni criado ni sabía tocar la trompeta, así que esta era mi forma de avisarles de que era yo quien llamaba a la puerta.

Abigail salió a toda velocidad, frotando sus manos contra el mandil, seguro que la agarré cocinando o lavando los platos. Se apresuró a abrir la reja para después darme un abrazo exprés.

—Pensé que no ibas a venir.

—¿Y perderme la noche de enchiladas? Olvídalo.

—Pasa, pasa, que se me quema la salsa.

Seguí a Abigail hasta la cocina, Inés ya estaba ahí sacando una tortilla del sartén con aceite hirviendo y colocándola en uno de los platos, sus manos expertas ponían pollo adentro para después enrollarlas con una perfección hipnotizante.

Me sonrió justo cuando me sentaba junto a la mesa redonda, repleta de alimentos y envases que aún aguardaban su turno. Abigail se dirigió a la estufa, levantó la tapa de la olla y mi nariz inhaló con fuerza, permitiendo que ese aroma picante se fuera apoderando de mi cuerpo. Mi estómago rugió como respuesta y mi boca empezó a salivar.

—¿Y Pablo?

—Arriba, revisando unas cajas.

Antes de poder indagar sobre qué revisaba, Inés me pidió que pusiera la mesa, enviando mis dudas previas al rincón de las cosas que no me importan. Fui desalojando la mesa de la cocina conforme transporté lo necesario hasta el comedor.

Número equivocadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora