De acuerdo con Albert Einstein: el tiempo es relativo. Si como a mí, tampoco se te da bien la física, lo que este señor quiso decir es que el paso del tiempo depende del observador. O en mi caso particular del experimentador.
Estaba bastante segura de que no habían transcurrido ni diez minutos cuando el chico sobre mí, o mejor dicho dentro de mí, comenzó a dar las primeras señales de alcanzar el bendito orgasmo.
Pulso acelerado. Jadeos cada vez más cortos. Músculos de la espalda tensos.
Sí, todo pintaba de maravilla para el desgraciado egoísta. ¿En la cabeza de qué sexólogo cabe que 5,4 minutos sea la duración ideal del coito?
—Estoy cerca, ¡oh, Dios...! —gruñó junto a mi oído mientras aumentaba el ritmo de las embestidas.
¿Y yo? Bueno, yo estaba más próxima a recordar la tercera ley de Newton que de venirme. Al darme cuenta de que esa noche no vería fuegos artificiales, me sentí obligada a seguir el protocolo correspondiente: fingir. Fingir que estaba teniendo el mejor orgasmo de mi vida, así al menos podría hacer enojar a mi insoportable vecina.
No es como que haya visto muchas películas porno, solo las suficientes para darme una idea de lo que las mujeres dicen. Empecé con el clásico "Oh, sí", seguido del "No pares" y por último los gritos, ya sabes cuáles. Supe que había sido más que convincente cuando una sonrisa canalla y satisfecha se desplegó en sus labios al mismo tiempo que se vaciaba en mi interior.
Idiota.
¿En serio los hombres se tragan ese cuento? Supongo que, para ellos, el porno es el equivalente a las películas de comedia romántica con las que las mujeres alimentamos nuestras fantasías.
—Wow... eso estuvo... —Sus ojos se encontraron con los míos justo en el instante en que los golpes de la puerta irrumpieron en el silencio de la noche—. ¿Qué fue eso?
—Mi vecina. —Lo empujé sin mucho esfuerzo, liberándome de su peso, para después enderezarme.
La escasa luz que provenía de la ventana no bastaba para verle la expresión, así que puede que las mejillas sonrojadas fueran más cosa de mi imaginación. Me puse de pie y extendí el brazo hacia la bata de satín rosa que colgaba en el perchero junto a la cama. La anudé, dándole la espalda, y cuando me giré de nuevo hacia él noté que se había cubierto con la sábana. Me dio tanta ternura que cuando volví a hablar mi voz fue mucho más suave de la que solía emplear para echarlos:
—Vístete. —Me incliné dándole un beso fugaz en los labios.
No esperé a que replicara, salí de la habitación descalza. Conforme me acercaba a la puerta, pasé mis dedos por el cabello varias veces, despeinándolo y esperando que el chico me hiciera caso. Estaba segura de que la vecina era capaz de sacarlo de la cama como si fuese una institutriz del siglo xv y lo maldijera por arruinar mi inocencia, una que claramente no poseía desde hace varios años, cuando los piercings en el ombligo se pusieron de moda.
Detrás de la puerta esperé hasta que la siguiente ronda de manotazos golpearon en la madera como un pájaro carpintero poseído. Abrí de golpe, sorprendiéndola con la mano suspendida en el aire. Tuve que recurrir a toda mi fuerza de voluntad para no reírme a carcajadas cuando una cara cubierta por una mascarilla verde me observó con ojos furiosos. Su cabello estaba enroscado con unos tubos de plástico rosas que la hacían parecer como si tuviera gusanos regordetes.
—Victoria —suspiró indignada. Una de sus manos apretó el cuello de su bata de dormir exhibiendo su manicura impecable—, ¿cuántas veces tengo que repetirte que no son horas para...?
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Número equivocado
RomansaCuando Victoria Ferrer, la influencer con un pasado escandaloso, y Sebastián Ruiz, un hombre en busca de redención, se encuentran por accidente, sus vidas se entrelazan en un giro del destino. Ella, conocida como #ParisTapatia, guarda un corazón pr...