32 - Sebastián

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La reunión anual de los Ruiz era una tradición que había pasado de generación en generación. Antes, cuando los padres traían al mundo a todos los hijos que Dios decidía mandarles, duraba varios días y era necesario un ejército de mozos para cubrir las necesidades de todos los invitados. Había comida a montones y bebida para llenar los tinacos de todo un barrio, un verdadero despilfarro.

Con el tiempo, puede que con algo de influencia del control prenatal o la responsabilidad y el uso de los anticonceptivos, la descendencia fue menor. Lo que no necesariamente significaba que el número de invitados también, porque había muchos amigos y colegas que gustosos aceptarían acudir.

Por fortuna, no fue el caso de este año, la enfermedad de Romi había avanzado y dejó muy claro que no quería tanta gente en su casa, así que aparte de ella, mis padres, tíos, Gabriel, Tori y yo solo serían convocados los amigos más cercanos, que se resumían en unas veinte personas fuera de la familia.

Nos fuimos en el carro de Tori, porque ella había insistido en cargar una maleta que, aunque no era tan grande como las que mi mamá solía llevar a las vacaciones, ni de broma podríamos transportarla en la moto.

Me dejó conducir, argumentando que estaba cansada y que le dolían las piernas, en palabras de ella: por mi culpa. Si me preguntan a mí, creo que la culpa era compartida, después de todo, cuando en la noche llegué a su casa me recibió en un baby doll semitransparente, fue imposible resistirme a empotrarla contra la primera pared y penetrarla sin quitárselo primero.

Salimos de Guadalajara después de desayunar, bañados y con Pietro paseado, luego de que Pablo y Santi llegaran a instalarse para hacerla de niñeros el fin de semana. En el camino, Tori se encargó de poner la música, que bien pudo omitir porque le ponía pausa a cada rato para hacerme preguntas sobre mi familia y el evento en cuestión.

—Entonces, si la fiesta es mañana —titubeó—, ¿por qué llegamos hoy?

—Porque hoy es la cena familiar, algo más... íntimo, y quiero que mis padres te conozcan antes que el resto.

Pulsó el botón de play, dejando la música correr hasta el coro antes de volver a pausarlo.

—¿Y si no les caigo bien?

—Eso no pasará.

—¿Y si sí?

Estiré mi mano derecha para sujetar su mano, que descansaba sobre su muslo.

—Pues por mí pueden irse al diablo; mi vida, mi futuro, mi elección.

Con todo y los lentes oscuros que traía pude ver como sus ojos se abrían ante mis palabras.

—Te quiero, Sebas —dijo antes de volver a ponerle play.

—Yo también te quiero. —Llevé su mano hasta mi boca para besarla.

El resto del camino la música siguió sin pausas.

Llegamos a la hacienda familiar poco antes del mediodía, tomé nota mental de pagarle a Tori la lavada del coche por toda la tierra que lo empolvó y los insectos muertos adheridos al frente.

La muy impaciente no esperó a que le abriera la puerta y bajó al mismo tiempo que yo. Sacamos el par de maletas de la parte trasera, enredé mi mano libre con una de la suyas antes de encaminarnos hacia la puerta de entrada. No me pasó por alto el sudor de su palma ni el silbido que se le escapó al observar el panorama completo.

—Supuse que tu familia era rica, pero... —levantó la cabeza hacia atrás para mirar los altos muros de piedra, la fachada y puede que un atisbo de la cornisa—, no me esperaba esto.

Número equivocadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora