2 - Sebastián

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Si hace unos años alguien me hubiera dicho que las maldiciones familiares existían me habría reído en su cara. Y no me refiero a casas embrujadas, aunque sí tiene que ver con la muerte, puntualmente con el cáncer.

Hace dos años, mi hermano menor perdió la batalla contra la leucemia, se la detectaron cuando él tenía apenas diez, y por quince años la combatimos codo a codo. Cuando perdió el cabello yo también me rapé, cuando la quimio lo dejaba exhausto estuve a su lado y hasta lo dejaba ganarme en las cartas o cualquier juego de mesa que eligiera. Cuando las náuseas lo atormentaban lo sostuve frente al excusado para que vomitara. Cuando la parca vino a reclamarlo tuve que dejarlo partir, aunque eso me rompiera por dentro.

Fue un golpe duro y, aunque ya habían pasado veinticuatro meses, la herida aún no había cicatrizado, por esa razón cuando Romi nos juntó a toda la familia para anunciarlo, salí corriendo. Atravesé los campos de agave antes de darme cuenta, me detuve cuando los pulmones me ardieron por el esfuerzo y caí sentado a la sombra del árbol más cercano.

Quise llorar y gritar, no lo conseguí. La noticia me parecía algo simplemente inaudito. Romina, la matriarca de la familia Ruiz, tenía cáncer.

Negué con la cabeza varias veces sin poder aceptarlo. Para que te hagas una idea, imagina a Margaret Thatcher y la reina Isabel ii fusionándose al estilo "Dragon Ball", ¿lo tienes? El resultado sería mi abuela.

Romina Ruiz, la mujer que levantó un imperio tequilero, que enfrentó el machismo y las burlas sin bajar nunca la cabeza, que cerró la boca de todos cuando su marca se abrió paso como una de las favoritas del país. Que se salió con la suya al anteponer su apellido al de mi abuelo con sus descendientes. No. Romina Ruiz no podía tener cáncer.

No sé cuánto tiempo pasó desde mi huida, podrían ser diez minutos o cinco horas. Había dejado el celular adentro, asumí que mi papá me marcó para soltarme un sermón y como no lo consiguió envió a uno de sus trabajadores a buscarme, cosa que confirmé en cuanto vi la silueta acercarse despacio, titubeando con cada paso como si le diera vergüenza hacerla de nana.

—Lo esperan para comer, joven.

—Gracias, Juan.

El hombre frente a mí se cubrió la cara con la mano para protegerse del sol, descansando su peso entre una pierna y la otra con nerviosismo. Seguro que mi papá le advirtió que no volviera sin mí.

—¿Quiere que les diga algo?

Negué con la cabeza.

Conociendo a mi papá le pegaría un grito a Juan si volvía solo y hasta sería capaz de dejarlo sin trabajo. Muy a mi pesar me levanté, sacudí la tierra de mis jeans y seguí al hombre de vuelta a la finca, ambos compartiendo el silencio con la cabeza gacha. Él probablemente pensando que no lo contrataron para ser mensajero, y yo concentrado entre deshacer el nudo de mi estómago —que bien podría ser un síntoma de gastritis—, buscando cualquier rastro de fuerza para enfrentar lo que estaba por ocurrir.

Encontré al resto de mi familia en el comedor, sumidos en un silencio incómodo, devorando el plato que tenían enfrente sin masticarlo las treinta veces que indican los estudios. Y, aunque Juan me había mentido acerca de que me esperaban para comer, los seis pares de ojos que me atravesaron como flechas sí que me esperaban para continuar con el espectáculo.

Se hizo una pausa que se me antojó eterna, fue como si estuviéramos en pleno juicio y yo fuese el criminal que el guardia acababa de escoltar hasta el banquillo de los acusados. Pude sentir los ojos de mi papá y mi tío fijos en mí, pendientes de cada uno de mis movimientos, como si de pronto me fuera a abalanzar sobre Romi. Mi mamá, por el contrario, sentada al lado de papá, sonrió con dulzura, trayendo a mi memoria los días en los que Diego y yo regresábamos a casa con las rodillas raspadas. Me senté a su lado y frente a mi primo Gabriel, que a su vez estaba sentado junto a mi tía. Su sonrisa socarrona provocó que mis puños se apretaran con fuerza. Y luego estaba Romi, en la cabecera. No puedo describir cómo me veía porque no fui capaz de verla a los ojos.

Número equivocadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora