11 - Tori

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No fue hasta que el conductor del taxi carraspeó cuando al fin logré recuperar el control, aterrizar en la realidad y darme cuenta de que el cosquilleo que sentía en los dedos no era por el chico que me dio hospedaje, sino por la vibración de mi celular. Era Pablo. Antes de atender la llamada le di mi dirección al taxista, ignorando la necesidad de mi cuerpo por permanecer más tiempo del necesario afuera del edificio.

—¿Hola?

¡Amore! Voy despertando y acabo de ver tu llamada perdida, perdón por no contestar, caí muerto anoche.

—No pasa nada, yo solo... —Por instinto vi sobre mi hombro a través del cristal. ¿Ese era Sebas?—. Solo te extrañaba.

No, no podía ser él. De ninguna manera ese chico extraído de una novela romántica podía ser el mismo que veía parado cerca de donde tomé el taxi. No había forma de que hubiera salido tras de mí, no después de que su... ¿pareja? le reclamara por haber llevado a una chica. Aunque eso bien podría explicar muchas cosas, como el hecho de que no intentara nada conmigo, que fuera tan educado, que sus ojos no me morbosearan cual pervertido.

—¿Qué tal estuvo la fiesta?

—Ni me la recuerdes.

—¿Qué pasó?

—Larga historia, ¿hoy regresas?

—Sí, en un rato salgo para el aeropuerto. Paso a verte en cuanto pueda, algo me dice que hay algo más que un jugoso chisme en esa historia.

Durante el trayecto tuve que recurrir a todo mi autocontrol, que no es mucho, para evitar llamar a Sebastián y sacarme de una vez por todas las dudas respecto a si era él a quien vi en la calle. Repasé en mi cabeza tanto nuestra conversación como la manera en la que se comportó. Estaba acostumbrada a recibir cierto trato por parte de los hombres y el suyo definitivamente no encajaba. No solo por el hecho de que no me reconociera, que entiendo que no soy taaan famosa como otras personas, pero es poco probable que alguien de su edad no tuviera redes sociales como para al menos ubicarme.

Para cuando llegué a mi departamento, concluí que lo mejor sería pasar página, sería el primer acto generoso en mucho tiempo que tendría con alguien. Lo haría por su bien. No le convenía salir con alguien como yo.

Giré la perilla, para mi sorpresa Pietro estaba esperando a menos de dos pasos, con el pelaje erizado y la cola tensa.

—¿Qué te pasa? Ni mi papá se ponía así.

—Tal vez porque tú papá confiaba en ti —dijo una voz a mi espalda.

Mierda.

Estaba tan concentrada en mi enfado que no escuché la puerta de enfrente abrirse. Giré despacio, colocando mi máscara de póker con sonrisa incluida. Adolfo estaba de pie, recargado en el marco de la puerta de enfrente, la vecina chismosa un poco más atrás con una sonrisa de triunfo que me dieron ganas de borrar a cachetadas.

—No, creo que era porque mi papá ni siquiera se enteraba de lo que hacía. Es más, no le importaba siquiera si llegaba o no a dormir.

—Supongo que entonces es bueno que a Pietro sí le importe —mantuvo la sonrisa mientras se volteaba al interior—, gracias por el café.

—Un placer, don Adolfo, ya sabe que siempre es un gusto saludarlo, conversar con usted y... —sus ojos de víbora hicieron contacto con los míos— ponerlo al tanto de los problemas del edificio.

Papá se percató justo a tiempo del comentario mordaz que saldría disparado de mi boca, se me adelantó dando un paso fuera del departamento de la vecina, cerrando la puerta detrás de él.

Número equivocadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora