7 - Tori

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Primero de julio, para los conocedores es el Día del Chiste, para los Ferrer representa el día en el que la vida y la muerte convergen. Sí, es el día en que nací y también el día en que mamá murió.

Como cada año, mi parte egoísta —y un tanto protectora— me suplicaba que celebrara mi cumpleaños número 28 al estilo Paris Tapatía. Aprovecharme de la "generosidad" de Adolfo, quizá con un viaje por las islas griegas o con una fiesta legendaria como la de mi graduación de la universidad, omitiendo, claro está, el asqueroso desenlace que me llevó a mi "Momento L".

Por desgracia, también estaba la otra parte, aquella donde habitaba "la voz" —mejor conocida como Gertrudis—, la nombré así luego de encontrar un libro de autoayuda escondido en mis estanterías, probablemente de Bea, en el que la autora aconsejaba ponerles nombre a las emociones ¿o era a los sentimientos? Da igual, el punto es que para entender aquello que nos duele, molesta y hasta incomoda es importante identificarlo.

Gertrudis representaba muchas cosas en mi vida, desde la culpa hasta el remordimiento. Y en ocasiones hasta se apropiaba el papel de conciencia, algo así como el Pepe Grillo de Pinocho, pero más molesto. En cualquier otro día podía ignorarla gracias a los besos de un nuevo amante, gritos fingidos y llamadas a la puerta de la vecina. Mientras que ese día... no.

Cada primero de julio, era como si se zambutiera una lata de espinacas y triplicara sus fuerzas. Crecía y crecía hasta que la parte egoísta y divertida quedaba totalmente eclipsada. Me echaba en cara toda la lista de las malas decisiones acumuladas desde mi último cumpleaños, dejando sobre la mesa preguntas insípidas como: "¿No crees que ya estás grande para estos juegos?", "¿En serio piensas seguir así otro año?", "¿No te cansas de estar sola?".

La desgraciada lograba que cuestionara desde mis berrinches hasta mi existencia y las acciones que emprendía para avergonzar a papá. La peor parte era cuando me decía que mamá estaría decepcionada de la persona en que me había convertido: la chica de moral cuestionable sin futuro.

No importaba lo mucho que me esforzara por echarle la culpa a alguien más; a papá por ignorarme; a Bea por marcharse; a la vecina por estar tan al pendiente de mi vida sexual; a su esposo por tener el sueño ligero; a los hombres que tomaban la decisión de acompañarme. Para Gertrudis ninguno era válido. Y ni hablar de intentar atribuir mis decisiones a mamá por no haber estado conmigo.

Recordaba pocas cosas de nuestro tiempo juntas; una sonrisa amorosa; un cuento para dormir; desayunos con croissants; la melodía de un piano y colibríes visitando el bebedero que tenía en su balcón.

Si yo fuera un ave, sería un pavo real, pero uno macho con una cola preciosa que nadie podría ignorar. Mi mamá habría sido un colibrí o al menos eso quise creer luego de leer en algún lado que si veías a un colibrí luego de perder a un ser querido, este te visitaba en forma de ave para decirte que estaba bien. Sobra decir que cuando me mudé al departamento traje conmigo el bebedero, esperando que uno de esos pajaritos fuera mi mamá con novedades del más allá. De igual forma conservé un dije plateado que le perteneció, aunque nunca me atreví a llevarlo puesto.

Al principio su partida no dolió, era demasiado pequeña para entenderlo, solo supe que un día estuvo y al siguiente no. La curiosidad sobre por qué no tenía mamá vino con la llegada de la pubertad, cuando escuchaba a mis compañeras de la escuela quejarse sobre las suyas o cuando las veía partir con sus respectivas madres que iban por ellas a la salida. Un lujo que yo no tuve.

A mí me recogía Javier, el chofer de mi padre, un hombre callado y discreto con quien nunca pude generar ninguna especie de vínculo. En ocasiones, si tenía suerte, era Bea quien pasaba por mí. Por suerte, me refiero a si se acordaba, papá no confiaba en su hermana, así que siempre enviaba a Javier por si las dudas.

Número equivocadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora