6 - Sebastián

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Romi me había dicho alguna vez que los Ruiz no llevamos sangre en las venas, sino tequila, le creí luego de mi primera fiesta de preparatoria, cuando todos mis compañeros se emborracharon con la primera botella y despertaron al día siguiente con resaca. A mí no me había hecho ni cosquillas.

No es que nunca me haya emborrachado hasta perder la conciencia, porque sí, solo que para eso debía recurrir al ron o al whisky, ninguno de los dos podía consumirlos en casa ni en las reuniones familiares, eran algo así como los Montesco y nosotros los Capuleto. Por esa razón no debió sorprenderme cuando el trabajo que Mateo tenía en mente era de bartender.

Por suerte para mí, ese día Mateo tenía turno, así que lo acompañé para que me presentara al dueño. Llegamos al lugar poco antes de que abriera. A diferencia de los establecimientos de la avenida Chapultepec, que siempre estaban a reventar y con una larga cola de jóvenes esperando para entrar, AVA era tranquilo. Mateo me había dicho que la ocupación rara vez llegaba al cincuenta por ciento. Los clientes eran casi siempre los mismos, salvo por uno que otro extranjero que andaba a la caza de nuevas experiencias.

También me dijo que el lugar fue nombrado así por la hija que nunca nació del dueño y que abrió sus puertas tres años atrás. Resulta que la pareja se había fugado de su país natal, ubicado en algún lugar del medio oriente, porque sus respectivas familias les estaban imponiendo un matrimonio con otras personas que ellos no querían. Lo dejaron casi todo y los pocos ahorros que pudieron traer consigo los invirtieron en el restaurante.

El mobiliario era rústico y variado, todo comprado en liquidación de diferentes tiendas. Las enredaderas dominaban las paredes de la terraza, combinando perfecto con los focos que colgaban como una cascada del techo. Había una fuente diminuta en la entrada que armonizaba con las piedras donde estaban las diez mesas exteriores. En la parte de adentro el piso era de madera y contaba con cinco mesas más. La barra tras la que trabajaría estaba a un costado de la improvisada cocina donde Amaris, la esposa, preparaba platillos de su país natal.

Las puertas se abrían a las cinco de la tarde y se cerraban a las doce, Amaris cocinaba y David hacía lo que se necesitara, aunque por lo general atendía las mesas, junto con el mesero de turno que podría ser Maité —a quien aún no conocía— o Mateo. Los lunes cerraban.

Mi entrevista fue más bien una prueba, David me pidió que le preparara unos cuantos cocteles y quedó tan complacido que me ofreció empezar de inmediato. Romina tenía razón en algo: el tequila me llamaba como una sirena al marinero. Así que como solía hacer, no lo pensé y acepté. Ya tendría tiempo para cuestionarme si había sido buena idea en las noches que tuviera insomnio.

Mateo carraspeó la garganta tres veces antes de lograr llamar mi atención.

—¿Me oíste?

—¿Qué?

—Dos Sunrise para la mesa cinco, hermano, ¿en serio?

Ignoré la cara que me puso, saqué dos vasos de la repisa superior de la barra, los escarché con sal de mar y empecé a prepararlos: 1,5 onzas de tequila, 4 onzas de jugo de naranja, 0,25 onzas de granadina. Vertí el contenido sobre los hielos para luego poner una cereza en la punta.

Si Mateo me iba a decir algo más, lo olvidó cuando me vio prepararlos, se limitó a darme las gracias y luego cargó la charola para dirigirse a la mesa donde un par de chicas le sonrieron.

Es curioso cómo funciona la vida, aunque nos habíamos conocido en la universidad nunca creí que aquel chico tímido fuera a ofrecerme un cuarto donde dormir. Aunque si los papeles fueran al revés, estoy casi seguro de que yo habría hecho lo mismo y también tengo claro que más tarde me lo habría replanteado al menos unas cinco veces porque, seamos honestos, no éramos amigos. No en ese momento.

Número equivocadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora