5 - Tori

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Tal y como se lo prometí, llegué a esa plaza olvidada por Dios y los tapatíos media hora antes de lo acordado, le di las gracias al conductor, para después entrar a Starbucks. Pablo me hizo una seña desde la terraza, lo saludé con la mano y luego le mandé un beso que él fingió atrapar y guardárselo en el corazón. Amábamos ese acto ridículo de las películas.

Al voltear la vista de regreso al barista, no me pasó por alto la mirada embobada que tenía, y no por mí, sino por mi amigo. No lo culpo. Pablo siempre ha sido de esos hombres guapos que no pasan desapercibidos. La piel tostada como si acabara de volver de la playa; sonrisa perfecta, gracias a los tratamientos de ortodoncia durante la secundaria; cabello castaño, siempre cuidadosamente peinado y unas pestañas largas que me mataron de envidia cuando nos conocimos.

En fin, un digno representante de la belleza tapatía. No por nada había sido modelo y protagonista de varias de las campañas publicitarias de la agencia de Adolfo, pero eso fue hace muchos años. En ese momento trabajaba como consultor para distintas marcas de prestigio en la industria de la moda.

Las mejillas del barista se ruborizaron al encontrarse con mi sonrisa, lo que lo obligó a apartar la mirada de mi amigo y devolverme la atención.

—¿Qué vas a tomar hoy?

Vanilla late venti, frío y leche deslactosada.

Escribió las anotaciones pertinentes, intercalando sus ojos entre el vaso y la terraza, seguro que el arte del coqueteo discreto no era lo suyo. Le calculé a lo mucho veinte años y apuesto lo que sea que a partir de ese día iba a fantasear con Pablo, era una pena que no lo fuese a volver a ver. Siendo honesta, dudaba que regresásemos a esa plaza en un corto tiempo, a menos que...

—Está soltero —le dije en un susurro mientras retiraba mi tarjeta de la terminal—, por si te interesa.

En cuanto las palabras salieron de mi boca me arrepentí. No era la primera vez que Pablo me pedía que no me metiera. Luego de su ruptura con Héctor lo arrastré a varias fiestas donde esperaba que pudiera encontrar al menos una distracción para el mal de amores; soy de esas que creen que un clavo saca otro clavo. Mi mejor amigo, en cambio, se metía de lleno en el trabajo.

Esperando que no me hubiera escuchado, pasé al final de la barra donde esperé mi bebida. Apenas me la entregaron salí a la terraza por la puerta de cristal, donde fui interceptada por un grupo de adolescentes con sonrisas nerviosas y ojos brillantes. Una de ellas me preguntó en voz baja si podían tomarse una selfie conmigo, les dije que sí.

Desde antes de ser una celebridad en redes sociales, siempre me resultó natural recibir atención por parte de hombres y mujeres, excepto de mi papá, claro está. Y aunque aún me costaba creer un poco que la gente quisiera fotografiarse conmigo, lo cierto era que lo disfrutaba bastante. Las chicas me rodearon, sonreímos y nos tomamos varias fotos, me agradecieron con grititos agudos y luego se marcharon.

El tiempo que me tomó sentarme frente a Pablo fue suficiente para darme cuenta de que los nervios le rondaban como mosquitos. Se removió incómodo en su asiento con la mirada rebotando de aquí para allá, hasta que al fin se quedó conmigo, traté de infundirle ánimos con una de mis mejores sonrisas. No me la devolvió, en lugar de eso observó mi vaso.

—¿Alguien ya ha ligado hoy? —Alzó una ceja.

Levanté el vaso a la altura de mi cara para entender a qué se refería. Tengo que admitir que subestimé al barista, ahí estaba escrito su número de teléfono con marcador negro.

—De hecho —le pasé el vaso—, es para ti.

—Ya tengo café.

—Me refiero al número, anótalo y devuélveme mi café.

Número equivocadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora