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Llegamos a Nueva York casi catorce horas después, muy entrada la noche. El auto rumiaba mientras se oía la estática de la radio sonando con una canción al volumen mínimo. Había empezado a llover suavemente, y una ligera cortina de agua cubría los cristales, distorsionando las luces tenues provenientes de los postes de luz que poblaban la ciudad. Me había quedado perdido en la forma que sus focos titilaban cada tanto. Mucha luz. Muchos edificios. Departamentos.
Las luces de casi todas las ventanas estaban apagadas, pues la gente dormía. Ni siquiera en Chicago llegué a sentirme tan adementrado como me sentía ahora.
Nunca había estado en una ciudad tan grande antes.
Volví a preguntarme qué tan seguros realmente estábamos. Qué tanto de los rumores eran ciertos.
Miré a mi alrededor por el rabillo del ojo. Los más pequeños dormían; habían hallado la manera de apilarse los unos sobre el otro para dormir más cómodos. Aleu se acurrucaba sobre el cuerpo de Joe, quien a su vez se había pegado a la costilla de Tony, mientras que del otro lado, Samuel se había escondido debajo del brazo libre de Tony.
Elena, sin embargo, estaba despierta. Se había estirado en toda la extensión del vagón, mirando el techo acolchado con aburrimiento, mientras que con una mano, arañaba su blusa repetidas veces. Entrecerré los ojos; parecía nerviosa. Recordé entonces que esta era su ciudad. Su hogar. Debía de ser extraño regresar para ella, tal vez le traía recuerdos que prefería dejar enterrados.
Incliné la cabeza y extendí mi mano hacia ella. Me miró de reojo, sorprendida. Su mirada descendió hacia mi gesto, y la mano que arañaba su blusa se deslizó a lo largo de toda mi palma. Sus uñas me recorrieron suavemente, y un escalofrío subió mi espalda. De pronto me invadió un calor sofocante.
¿Esto siquiera era legal? No se sentía legal. Se sentía extraño, íntimo. Prohibido, incluso.
Habíamos cruzado por un parque de juegos cuando Betty, muy suavemente, giró el volante y estacionó la carroza junto a la acera. Luego apagó el motor y la radio dejó de sonar. Ahora, solo se oía la lluvia.
Parpadeé, algo somnoliento y acalorado.
—Esto es tan lejos como puedo traerlos —Su voz me tomó por sorpresa. Hace mucho que habíamos dejado de hablar, y rompió cualquier hechizo de sueño que pudiera tener sobre mí. Me apresuré a despertar al resto—. Mi hija vive a un par de calles. Vamos a pasar el cuatro de julio juntas.
—Aquí es perfecto, Betty —dijo Bash honestamente. Ya no hacía falta halagos excesivos ni coqueteos, ahora Bash era solo Bash—. Gracias.
—Me gustaría poder invitarlos a pasar, pero me temo que mi hija no lo permitiría.
—Está bien, ya has hecho demasiado —Y lo decía en serio.
Me percaté de cómo un par de pequeños ojos vidriosos nos miraron a través del espejo retrovisor con calidez.
—Si consiguen llegar hasta la terminal Grand Central, hallarán un tren que los llevará directo a Boston. Pero primero tendrán una larga caminata, y van a tener que tomar un ferry.
—Estaremos bien, Betty —prometió Bash, tomándola de las manos.
Ella suspiró. Luego, se tomó un momento para rebuscar en los bolsillos de su vestido hasta sacar un brazalete de oro que resplandeció en la oscuridad. Luego volteó la mano de Bash y plantó la pieza de joyería en la palma.
—Si sabes hacer negocios, podrás vender esto a un precio razonable para conseguir dinero suficiente para boletos de ferry para todos. Desconozco si alcanzará también para los boletos de tren.
—Es suficiente, no podríamos estar más agradecidos —dijo él, e inesperadamente, con una lentitud expectante, se inclinó hacia adelante y besó su mejilla, de manera que Betty comenzó a brillar en la oscuridad también.
De pronto, me sentí incómodo, como si estuviera mirando algo que no debería.
Nos deslizamos por el vagón de la carroza fúnebre hasta salir de ella entre empujones. Nuestros pies salpicaron en los charcos de agua. Elena fue la última en salir.
Sobre nosotros, un rayo iluminó el cielo. Aleu dio un bote del susto y se aferró a mi mano. Le di un pequeño apretón, y entonces ella se alejó de nuevo, como si no pudiera soportar la idea de estar a mi lado. Respiré hondo.
Betty, la anciana, se despidió del resto con un saludo general, y rápidamente el auto volvió a arrancar con esfuerzo. Sus luces desaparecieron girando la manzana. La lluvia continuó cayendo.
Finalmente solos, nos miramos entre nosotros con indecisión. El suburbio dormía. No había nadie en las calles, solo nosotros, situados a la intemperie de un terreno francamente desconocido. Pero entonces, la realización de la situación me golpeó como si fuera un rayo proveniente del cielo.
Lo habíamos logrado. Estábamos en la ciudad. Más cerca. Y ahora, lo único que nos quedaba, era un último esfuerzo.
—¿Y ahora qué hacemos? —susurró Joe.
Elena suspiró.
—Buscamos un buen callejón, y un par de cartones —contestó con calma—. Descansamos. Todavía tenemos mañana para continuar.
—¿Un callejón? —se quejó Joe.
Elena se encogió de hombros.
—Hemos dormido en lugares peores.
Nadie argumentó nada contra eso. Ella tenía razón. Parcialmente.
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Corona de Oro
Fantasy1947. La carta a su nombre y de dudosa procedencia arribó en su vida al mismo tiempo que lo hizo la desgracia. A sus veinte años James Reagan no deseaba nada más allá de lo que cualquier ser humano podría querer alguna vez: seguridad y est...