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Desperté por la mañana, contracturado y solo. Traté de moverme, pero un latigazo de dolor recorrió toda la zona entre mi hombro y mi cuello. Parpadeé con fuerza y acaricié la zona adolorida con una mano, pero enseguida me di cuenta que el dolor no cedería por unos cuantos días.
Me enderecé, más espabilado. Solo entonces me percaté de que la puerta estaba abierta de par en par, y había alguien parado bajo el umbral.
Volví a parpadear con fuerza, acostumbrándome a la luz.
—Bienvenido de vuelta, Tony —gruñí, sintiendo la pesadez de su indescifrable mirada. Después de varios días, por fin podía volver a verlo su forma humana—. Casi olvido tu cara.
Él se limitó a tararear con desinterés. Le eché un vistazo. Estaba usando una camisa formal de rayas amarillas, hecha jirones en algunos extremos, y sobre esta un chaleco de punta estampado color celeste igual de corroido. El pantalón era uno plisado de color marrón que a simple vista le quedaba pequeño; probablemente era algo que Joe le había prestado.
—¿Sabes dónde está Elena?
El muchacho se encogió de hombros.
—Abajo, peleando con ese amigo tuyo.
Ese amigo mío. Vaya forma de decirlo.
—Eso no ha de ser bueno —mascullé, pero todavía no encontraba la fuerza suficiente para levantarme y hacer algo al respecto. Traté de poner fé en que no desencadenarían una pelea pronto—. ¿Ella parecía bien?
—Parecía ser ella misma.
Resoplé.
—Joe tiene razón —dije—, es muy frustrante tratar de mantener una conversación contigo.
—Mira quién habla.
—Al menos yo lo intento.
Y el silencio regresó, lo que me ayudó un poco a espabilar un poco mi mente somnolienta otro poco. A sus espaldas, alcancé a ver las rápidas figuras de Sam y Aleu, corriendo por los pasillos, encantando la casa con sus risas que, por lo usual, no auguraban nada bueno.
Volví a dirigir mi mirada hasta Tony, que permanecía en la puerta, impasible. Levanté una ceja.
—¿Te apetece algo? —dije.
—El baño de abajo lo está ocupando Joe.
Fruncí el ceño, pues Tony tranquilamente podía hacer sus necesidades fuera de la casa, en el bosque, como llevábamos haciendo siempre. Además, tampoco tenía mucho sentido que hubiera vuelto de entre lo salvaje después de tantos días solo porque sí.
Volví a mirarlo de arriba a abajo, buscando una respuesta más verídica, y me percaté del sutil tic que su dedo índice sufría, moviéndose de arriba a abajo contra su pierna. Estaba nervioso, me di cuenta. O sólo ansioso. Aún así, su expresión no delataba nada salvo su rectitud.
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Corona de Oro
Fantasy1947. La carta a su nombre y de dudosa procedencia arribó en su vida al mismo tiempo que lo hizo la desgracia. A sus veinte años James Reagan no deseaba nada más allá de lo que cualquier ser humano podría querer alguna vez: seguridad y est...