Capítulo veintiuno

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La casa estaba viva incluso si nadie parecía haberla habitado en montones de años

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La casa estaba viva incluso si nadie parecía haberla habitado en montones de años. Al principio me resultó extraño, casi mágico, cuando me di cuenta de que esa casa situada en medio de la nada podía tener todo lo que habíamos estado anhelando y necesitando después de dos semanas tan laboriosas. Estaba equipada con muebles, ropas y retratos colgados desde las sucias paredes donde el tapizado de flores se había desprendido en su mayoría. Había uno en la pared de las escaleras, una fotografía con el vidrio sucio, donde se podía apreciar a una mujer de rostro pétreo, que miraba a la cámara con ferocidad. Ataviada en un vestido propio de otra época, de cuello alto y elegante ornamentado con volados. Su pelo oscuro y rizado, atado en un moño pulcro y pomposo. El resto eran retratos viejos, apenas visibles, con los lienzos rotos y borrosos por la humedad.

—¿Quién creen que haya vivido aquí? —murmuró Joe, mientras inspeccionaba cada rincón con curiosidad.

—Presumo que gente como nosotros —contestó Bash, la fotografía de la mujer con intriga—. Metamorfos.

—¿Qué te hace estar tan seguro? —pregunté.

—Mira a tu alrededor, Jamie. Es la casa de alguien extremadamente rico, alejada de cualquier tipo de civilización. Es como si, quien sea que hubiese vivido aquí, no quisiera ser encontrado. Probablemente eran gente importante, realeza. O cerca de la realeza. Mira las pinturas.

—¿Nosotros venimos de la realeza? —dijo Samuel, fascinado.

—Probablemente —Bash nos miró a todos con detenimiento—. Al menos algunos de nosotros.

—No creo que yo venga de la realeza —replicó Joe con un tono arisco.

—¿Y yo? —susurró Aleu, maravillada—. ¿Yo vengo de la realeza?

Bash se encogió de hombros, poco interesado.

Me imaginé a la familia que habría habitado la casa antes de que nosotros llegáramos. Una familia numerosa, aferrada al recuerdo de una vida que ya no era suya. La memoria de algo grandioso que ya no eran. Sobrevivientes de una dinastía, con los bolsillos llenos de un dinero que muy pronto comenzaría a escasear, viviendo en una casa alejada de un mundo que alguna vez conocieron, un mundo que alguna vez, hace mucho tiempo, llegó a venerarlos.

—Los dioses caen —murmuré para mí mismo, todavía contemplando a la mujer de la foto.

—Nos empujaron abajo —replicó Bash con acidez, mirándome con detenimiento—. Podríamos haber sido algo grande en otra vida.

Me encogí de hombros.

—Tenían sus razones para hacerlo —opiné—. Se cansaron de nosotros.

—El mundo era nuestro, y ahora, nosotros somos el único vestigio que queda de esa vida. Al igual que la casa, marginados y rotos.

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