1947.
La carta a su nombre y de dudosa procedencia arribó en su vida al mismo tiempo que lo hizo la desgracia.
A sus veinte años James Reagan no deseaba nada más allá de lo que cualquier ser humano podría querer alguna vez: seguridad y est...
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Por los pasillos del tercer piso se atiborraban, en su mayoría, exhibicionistas. Al menos así les llamaba Martha, con un resquemor en la voz y censura en la mirada.
Por lo general la desnudez no era tabú entre muchos de nosotros. De hecho, lo consideraban el estado más natural y puro del cuerpo humano. Porque así, era cuando más cerca estaban del animal.
Yo todavía sentía que el calor me inundaba la cara cada vez que veía pechos o cualquier tipo de genitales. No podía evitarlo. Era extraño. Pero comprendía por qué a muchos realmente no les afectaba el cuerpo humano. Bash me llamaba mojigato cada vez que se percataba del escozor en mi rostro cuando una persona desnuda caminaba cerca de mí. Por suerte, eso no ocurría mucho. Los exhibicionistas tenían estrictamente prohibido andarse a sus anchas en otros pisos. De la misma manera, los niños tenían prohibido subir al tercer piso.
Martha se volvía una furia cada vez que atrapaba a alguien desnudo, porque aunque en el tercer piso eso estaba permitido, ella remarcaba que tampoco debían abusar de esa libertad.
Por suerte, los exhibicionistas no eran los únicos en el tercer piso. También estaban los metamorfos que disfrutaban andarse por sus anchas transformados. Les gustaba estar en su forma animal por días si así lo deseaban. Algunos, incluso, se ponían collares o accesorios. Jenna, una mujer, se transformaba en un pequeño mamífero —cuyo nombre desconocía, pero me imaginé que podría ser de algún lugar tropical— y se paseaba con un collar de piedras preciosas enroscado al cuello, aretes, y un delicado chal de seda color morado que procuraba estuviera bien atado a sus diminutos hombros.
Cada vez que Aleu veía a Jenna transformada, hacía el comentario de lo gracioso que le parecía, pero luego mencionaba sus viejos libros de texto, y cómo había estudiado sobre los metamorfos en la realeza, que solían ataviarse de ropa delicada incluso transformados, en su mayoría para los retratos.
Yo no podía evitar pensar en lo extraño y maravilloso que resultaba todavía poder ver los restos de algo que creí perdido en el tiempo.
Creí que era hermoso, y aterrador en partes iguales.
—Te perdiste la cena. De nuevo.
Bash entró como un misil al cuarto. Se quitó la chaqueta y la dejó sobre la silla. Lo miré, poco impresionado. Me enderecé un poco la cama, preparándome mentalmente para su impacto.
Siempre era lo mismo con él.
—No me apetecía comer.
—Claro que no. Nunca te apetece hacer nada.
Fruncí el ceño, irritado.
—¿Y a ti qué más te da? No tenía hambre. Punto final.
—Aleu preguntó por ti hoy. Joe también. Tony no dijo nada, pero lo vi mirarme de reojo como si fuera un cachorro apaleado. La única razón por la cual no están aquí conmigo ahora mismo, es porque tienen prohibido el tercer piso. Martha ya los atrapó tratando de infiltrarse una vez.