1947.
La carta a su nombre y de dudosa procedencia arribó en su vida al mismo tiempo que lo hizo la desgracia.
A sus veinte años James Reagan no deseaba nada más allá de lo que cualquier ser humano podría querer alguna vez: seguridad y est...
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Temprano por la mañana, me desperté antes que cualquiera. Incluso antes que el sol. Me sacudí la hierba del cuerpo y con mi pie, eché tierra sobre las brasas que permanecían de la fogata de la noche anterior. Mastiqué una galleta marinera que encontré en el fondo de nuestra caja con raciones, y me dediqué a guardar lo poco que sobró de anoche para llevar con nosotros a nuestro posible viaje con Betty, la señora que Bash había engatusado.
El resto del grupo se fue despertando poco después, y para las ocho ya estábamos todos alistados, esperando al borde del camino, vistiendo nuestras mejores prendas. Elena se había puesto un vestido de una pieza color verde menta que la hacía ver mayor de lo que era. También había atado su pelo en un moño bajo con un lazo amarillo. Bash iba con unos pantalones rectos beige y una camisa azul. De la misma manera, Joe usaba un pantalón opaco de tiro alto, y una chomba verde, mientras que Tony solo usaba una camisa blanca y pantalones grises. Aleu se había ataviado en un vestido lleno de volados rosa que Bash le había traído solo para ella, y Sam tenía una camisa blanca, y pantalones cortos con tirantes. Lo tuve que ayudar un poco, y también le enrosqué una corbata de Bash en su pequeño cuello, esperando que el aspecto salvaje que le daba su cabello rubio y largo se viera algo opacado.
Bash, Tony y yo habíamos tratado de cortar nuestro cabello días atrás con un par de tijeras oxidadas, por lo que ahora nuestro pelo —ahora más corto— iba en todas direcciones de manera desprolija. Joe y Samuel se habían negado rotundamente a cortarse el cabello, Joe porque estaba intentando dejárselo crecer nuevamente, y Sam porque cada vez que intentábamos acercarnos con las tijeras empezaba a gritar. Así que ahora, tenía una melena rubia y ondulada que le caía sobre los hombros.
—Debemos dar una buena impresión —dijo Bash, mientras nos miraba uno a uno con detenimiento—. Tony, pon esa camisa debajo de tu pantalón.
—Ni siquiera sabemos si esa señora va a venir —refunfuñó Joe al otro extremo.
—Lo hará.
—Estamos esperando desde hace una hora —señaló Tony, poco impresionado, como si nunca hubiese creído que aquella señora llamada Betty en realidad existiera.
—Ya vendrá —insistió Bash con los dientes apretados.
Pero entonces, el sol empezó a quemarnos la espalda y nosotros todavía estábamos ahí. Los minutos se convirtieron en horas. Dos, para ser precisos. Debieron de ser las diez de la mañana cuando una chicharra empezó a cantar, y alcancé a oír el violento traqueteo de un auto sobre el camino, junto al congestionado rugido de su motor. A la distancia, divisé un enorme auto negro que se acercaba con paciencia, mientras surcaba el camino irregular. Al volante, iba una anciana de cabello gris, atado en un moño desprolijo, usando un elegante vestido floreado de mangas largas, inapropiado para el calor de ese día.