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—Nunca habría pensado en tí como alguien comprometido con los niños —dijo Bash en cierto momento, mientras merodeabamos alrededor del poblado con cuidado, en busca de la clínica—. Pero que hayas adoptado a una niña... Creo que tiene sentido. Siempre tuviste algo de justiciero en ti.
Levanté una ceja.
—¿Qué estás intentando decir exactamente?
—Lo que oíste —Se limitó a responder él.
—Sí, bueno... —Hice una mueca y me permití echar una mirada breve sobre Aleu, que caminaba aferrada a mi abrigo desde una mano y nos miraba de tanto en tanto con curiosidad—. Definitivamente no fue algo dentro de mis planes.
—Esa es la magia de los niños, James —murmuró—, ellos jamás están en los planes de nadie.
El viento era cada vez más y más fuerte, por lo que nos sentimos con la libertad de poder hablar sin el temor de ser escuchados. Lo bueno de la tormenta de nieve que estaba a punto de desatarse, era que los pueblerinos se mantendrían resguardados en sus hogares por un buen rato. Aún así, Bash, Aleu y yo procuramos movernos por las sombras y nos mantuvimos lo más lejos posible de cualquier ventana.
—De todos modos —Bash parecía estar haciendo un gran esfuerzo por pretender que la herida a su costado no dolía como los mil infiernos—, ¿dónde has estado, Jamie? Siendo sincero, te había dado por muerto mucho tiempo atrás.
—En todos lados —respondí con una exhalación exhausta—. ¿Dónde has estado tú?
Él sonríe brevemente.
—En todos lados también. ¿Qué hay sobre Jane? —dijo entonces, el aire dejó mis pulmones abruptamente—. Siempre creí que vivirías eternamente oculto tras su falda, llorando.
Inhalé con fuerza, enderezando mi postura.
—Nunca pensaste eso, Bash —murmuré—, al menos no entonces. Tenías siete años, apuesto a que ni siquiera sabías lo que esa expresión significaba entonces.
—Eso no quita el hecho de que tenga razón.
—¿Quién es Jane? —preguntó Aleu. Se sintió extraño haber oído su nombre salir de sus labios con tanta facilidad. Envió escalofríos por mi nuca, como si un fantasma hubiera soplado su frío aliento sobre mí.
—Jane es su hermana —contestó Bash en un tono mucho más apático, porque sin dudas era reacio a la idea de relacionarse con niños de manera amistosa—. Jane, la santa mandona, Jane Reagan.
Oír el nombre de Jane nuevamente era igual de violento como un látigo golpeando el aire. Con el paso del tiempo, este se había ido borrando de mi sistema, tanto que casi creía haber olvidado cómo modularlo.
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Corona de Oro
Fantasy1947. La carta a su nombre y de dudosa procedencia arribó en su vida al mismo tiempo que lo hizo la desgracia. A sus veinte años James Reagan no deseaba nada más allá de lo que cualquier ser humano podría querer alguna vez: seguridad y est...