1947.
La carta a su nombre y de dudosa procedencia arribó en su vida al mismo tiempo que lo hizo la desgracia.
A sus veinte años James Reagan no deseaba nada más allá de lo que cualquier ser humano podría querer alguna vez: seguridad y est...
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No estoy seguro de dónde fue que saqué el valor. La idea era estúpida por donde se la mirase, pero no había podido dejar de pensar en ello una vez que Aleu me lo señaló en nuestra primera noche en la ciudad.
La carta venía de aquí. De Brooklyn, Nueva York. A solo unas cuantas calles, si Elena no estaba errada con la dirección.
Ella me dijo:
—Solo sigue caminando por esta calle, sigue por al menos once o doce cuadras. Creo que la dirección que buscas queda cerca de Prospect Park. Verás un cartel que te señalará el nombre de la calle.
Yo le dije:
—Volveremos pronto. Con suerte, no tardaré mucho. Entonces, iremos hasta la estación del ferry.
Y ella me dio unas suaves palmadas en el pecho, con una sonrisa delicada, casi tímida.
—Aquí estaremos —dijo, y no pude evitar corresponderle con otra igual.
Les pedí a Bash y Aleu que vinieran conmigo. No sé de dónde saqué las agallas, pero en ese entonces, lo sentí correcto. Ellos eran, después de todo, dos partes muy importantes de mi vida. Una parte de mi pasado, y una gran parte de mi futuro.
Caminábamos por la ciudad lo mejor vestidos posibles. Bash estaba a mi izquierda y Aleu iba sosteniendo mi mano derecha. Nuestro destino era la calle Midwood, al 10. Departamento 4a.
Cada vez que pensaba en ello, me sudaban las manos. De pronto, extrañaba el peso del reloj en mi bolsillo. Y el ciervo quería correr lejos, porque en realidad, no estábamos tan lejos, eran solo unas cuantas cuadras más. En unos minutos estaríamos ahí: la dirección señalada en la carta. Una carta de Jane, ni más ni menos. Enviada por un remitente desconocido, porque ella no había podido enviarla. Estaba muerta. La vi morir. Los vi matarla. Vi la piel que le quitaron del cuerpo.
—Esto es una mala idea —dije de pronto, deteniendo mi marcha en seco.
Bash resopló, puso una de sus manos ásperas y pesadas en mi cuello y me obligó a seguir caminando, haciéndome trastabillar en el proceso.
—Ya estamos aquí, Jamie. No daremos la vuelta.
—Podría ser una trampa.
Sebastian fue muy resolutivo al respecto. Cabrón.
—Pues, en todo caso, solo nos acercaremos a dar una miradita o dos.
A medida que nos acercabamos a una esquina, donde un cartel rezaba en letras grandes Midwood, empecé a sentir que mi corazón buscaba escapar también. Una opresión horrible se instaló en mi pecho y, durante un segundo, estuve muy dispuesto a soltarme y darme la media vuelta. Por lo menos, hasta que Aleu apretó mi mano más fuerte.