31- Antes de que salga el sol

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El sonido de los bafles retumbando en el jardín de la casa recibió a las dos chicas al bajarse del taxi qué las había llevado hasta allí. Una de ellas, visiblemente atacada de los nervios, agarró el brazo de la más pequeña de las dos, impidiéndole qué continuara avanzando en dirección a la verja de entrada.

-        Tana, ¿qué hago? ¿Cómo la saludo?

La aludida suspiró, resignada a tener qué repetirle las cosas más veces qué a su propia hija. Porque la conversación qué estaban manteniendo se había desarrollado, con pequeñas variaciones, más veces de las qué podía recordar a lo largo de las últimas horas.

-        Vamos a ver, cariño, por decimotercera vez. Vas a entrar ahí dentro y os vais a meter en vuestro mundo de purpurina y arcoíris en cuanto os miréis a la cara, deja de rallarte con los detalles – suavizó un poco el tono al ver qué su hermana realmente necesitaba un empujón - Todo saldrá bien, ¿vale?

-        Vale... - dejó un beso sobre la mejilla de la que se supone era la menos experimentada de las dos, agradeciéndole su paciencia de los últimos días- Venga vamos, cuanto antes mejor.

Y reanudó el camino, porque necesitaba con urgencia una copa qué le ayudara a controlar el temblor que le impedía mantener las manos quietas y que nada tenía que ver con el frio. Un minuto después de pulsar el timbre, otra melena rojiza apareció en su campo de visión. Empezamos bien.

-        Feliz año, Ruslana – puso su mejor cara y se acercó a su rostro, con pocas esperanzas de qué sus dos besos fueran bien recibidos. Para su sorpresa, la ucraniana, aunque no correspondió sus palabras, no se apartó. Menos da una piedra.

Caminaron tras su figura, saludando aquí y allá a las caras conocidas qué les salían al paso. El terreno de la propiedad, no demasiado grande, estaba lleno a rebosar de gente. A su alrededor pudo distinguir a amigos de Ruslana de la época del instituto y compañeros de trabajo de Chiara, entre los qué se contaba Bea, qué bailaba acaramelada con una chica de media melena qué no identificó. En un rincón algo apartado, Álvaro Mayo se estrenaba como dj, amenizando la primera madrugada del año. Pero ni rastro de la persona que deseaba encontrar.

Ignorar. Pasar por alto. Omitir. Desentenderse. Hacer oídos sordos, borrón y cuenta nueva, tabula rasa.

Sinónimos todos ellos capaces de definir lo que habían decidido practicar hasta lograr la excelencia, candidatas ambas a la medalla olímpica en hacerse las tontas. Doce días después de aquella noche, ninguna de las dos había tenido el coraje suficiente como para hablar del beso. Habían amanecido abrazadas en una isla de sábanas arrugadas, de la que únicamente ocupaban el centro, sus cuerpos tan cerca el uno del otro como si alejarse hacia los lados conllevara el riesgo de morir devoradas por tiburones. No se supo quien salió corriendo antes del colchón qué había sido testigo del milagro, pero no hubo desayuno de sábado, no hubo palabras bonitas, Paula ni siquiera encontró a Chiara cuando finalmente despertó, recuperada en tiempo récord. Solo una despedida apresurada y torpe ante la puerta de entrada, en la que ninguna de las dos fue capaz de levantar los ojos del suelo.

Doce números tachados en el calendario y ni siquiera se habían visto de nuevo. El domingo por la tarde la fiebre atropelló con violencia el cuerpo de Violeta, dejando sus huesos para el arrastre durante días enteros. Sufema, la única que conservaba algo de raciocinio, tomó el mando y prohibió la última semana de clases extraescolares por temor a que Chiara pillase el mismo virus y lo propagase por el colegio, a riesgo de estropearles la Navidad a un puñado de niños. Ambas agradecieron en cierta forma el tiempo muerto que la vida les regalaba, porque la intensidad de su último choque les había sobrepasado de formas muy distintas.

Volvernos a encontrar.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora