XXV

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Semanas atrás...

—¿Cuánto más vas a resistir Elena?

Otro golpe caía en su cuerpo. Elena no lo sabía, juraba estar al borde de la muerte. Quería dejarse caer en el precipicio.

—Tu esposa se revuelca con Ayamonte mientras tú sigues aquí... ¿Quieres ver?

Alejandro la sujetó fuertemente de los cabellos, le alzó la cabeza con brusquedad para enseñarle videos de un par de mujeres muy parecidas físicamente a su esposa y Ariadna. No lo podía creer, los sonidos de los gemidos se escuchan en toda la mugrosa habitación. Elena combatía los estragos de esa lucha psicológica con toda su energía.

—Mira, gime el nombre de Ariadna. No el tuyo...

Soltó una carcajada, el video mostraba la fachada de un hotel de Ariadna Ayamonte, las paredes de los pisos exclusivos y una habitación lujosa donde se escuchaban risas coquetas de Juliana, su melena al viento seduciendo a su rival. ¿Era ella, en verdad? Se resistía con toda su alma. Quería creer que Juliana la amaba.

—Eres patética. Antes dabas miedo, cuando le hacías la vida imposible a la zorrita de tu mujer. Mira como te paga, a la primera va y se mete a la cama de tu peor enemiga. ¿Para esto quieres vivir?

Elena no decía nada, sus ojos se ponían en blanco por el esfuerzo que hacía. Alejandro la arrojó al suelo, preparando sus siguientes artimañas. Colocando altavoces en aquella habitación las 24 horas del día. Mismos de los que provenían grabaciones previamente preparadas por actores que había contratado Alejandro para generar el más profundo e irrevocable de los dolores, una especie de tortura premeditada para que se extendiera a lo largo de su vida si llegaba a liberarse, podia liberarse de su encierro pero jamás de la tormenta que le estaba programando en la cabeza.

—No sabes lo mucho que te he echado de menos, mi amor...

Se escuchaba como susurro en aquella angosta habitación. Elena reconocía el sonido de Ariadna, pero cómo era posible. Sacudió su cabeza confundida. La música de fondo era suave y sutil, como de esas de ascensores que a la larga van añadiendo rutina a tu vida. Trató de taparse los oídos, sin embargo, sus manos atadas se lo impedían. Respiró profundo, rezando a Dios su liberación.

—Nunca dejé de pensar en tí... Aún estando con ella, cada vez que me besaba o tocaba, pensaba en tí. En tus besos, en tus caricias. Te juro que te fui leal, cada día. Solo cumplía por miedo, siempre me dió miedo y asco Elena. Sus besos no son nada comparados con los tuyos. Házme el amor, Ariadna... Borra todo lo que ella hizo.

Seguía esa música de piano en el fondo, esa música reconocible en cualquier lado, tan irrelevante que podía estar en cualquier sinfonía, en cualquier melodía. Seguía acompañando la voz de Juliana, la que parecía ser su voz. Su voz de melaza cuando quería amar y ser amada. Elena guardó silencio, quería pensar en otra cosa. Pensar en más situaciones. ¿Saldría de aquí? ¿Moriría aquí? No lo sabía, cada vez que cambiaba de pensamiento, la música volvía a retomar el control de su mente.

—Te amo Ariadna, no pares... Sigue así, Dios...

Elena echó hacia atrás la cabeza, no quería escuchar. La habitación seguía con la luz encendida, los golpes se sentían en la piel, en los huesos. Y esas voces no cesaban de hablar. La empresaria no quería caer, aunque ya no sabía que día era, que pasaba o qué le pasaría después. No sentía las manos, sentía ardor en el cuerpo entero y en su cabeza, seguía la música sonando. En el espacio del cuarto sucio, seguía sonando esa música incesante. La voz de Juliana, la voz de Ariadna. Ambas en intimidad, en susurros que eran solamente suyos. Diciéndose cosas que únicamente podían decirse ellas. Elena caía lentamente en la trampa de Alejandro. Horas pasaban de esa tortura, venía y volvía para darle palizas. Enseñaba más fotomontajes de Juliana y Ariadna juntas, explícitamente en una habitación. Se marchaba el hombre y seguía la música de elevador, seguía la conversación entre ellas y cada minuto que pasaba, Elena parecía desvanecerse. Su fortaleza iba desapareciendo, su templanza también.

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