29. Enchanted

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Sábado, 21 de octubre

Estábamos a fines de octubre, y eso en Lima significaba entrar a mediados de primavera, por lo que haría algo de sol y buena temperatura para salir a pasear. 

Algo similar sucedía en Barcelona, a pesar de que sabía que estaba en el hemisferio norte del planeta, y que en lugar de la primavera, era el otoño el que decidía los tiempos y el aspecto del cielo en la ciudad. 

Pensé que no variaría mucho, pero me desperté con unas inmensas ganas de quedarme arropada en la cama y no salir hasta que llegara el verano. 

Brenda fue quien logró que Lucía y yo saliéramos del letargo de muy mala gana y que bebiéramos el sagrado brebaje con cafeína para no volver a la cama.

—Tal vez no tengas turno en el café, pero tienes que hacer algo productivo —dijo mientras se daba los últimos toques en el maquillaje con prisa, aunque al natural se le viera regia. 

Apenas Brenda se fue, traté de rebelarme y volver a la cama para recuperar el sueño, pero el café, a ese punto, había hecho efecto, por lo que tuve que ponerme de pie y tenderla para que se me fueran las ganas de dormir. 

Lucía seguía bien acomodada en la cama, con su laptop en el regazo, y riendo con alguna especie de comedia que veía desde su cuenta de Netflix, así que, por el momento, no podría contar con ella para hacer algo que nos mantuviera entretenidas por igual. 

Decidí, por lo tanto, que podría aprovechar que, para variar, hacía algo de sol esa mañana para salir a caminar y recorrer la ciudad, o para buscar la biblioteca y averiguar cómo hacerme socia para tomar prestados libros que no fueran exclusivamente académicos. 

Pero mi cerebro decidió apuntar a otra dirección, y antes de darme cuenta, le había dicho a Lucía que saldría a pasear, y en vez de andar a pie, tomé un taxi de aplicativo para dirigirme a La Barceloneta, una playa de la que había escuchado hablar bastante. 

¿Estaba loca? Sí, locaza. 

El trayecto fue regular, así que aproveché para poner en Spotify el álbum 1989 (Taylor's Version), de Taylor Swift, mirar por mi ventana y contemplar las hermosas calles de aquella que llamaría hogar por los siguientes años; aún no podía creer que vivía en Europa, en una realidad tan distinta, con gente nueva, y por tanto, sin el miedo de mostrarme tal cual era. 

Y eso se reflejaba también en la playa: era tan distinta a la que acostumbraba ver en el Malecón de Miraflores, por donde vivía, o en Asia, donde una vez habíamos pasado Año Nuevo con la familia del novio de Macarena. 

Me sentía dentro de otro mundo, pero la atmósfera seguía siendo la misma: veía gente que se relajaba en las sillas bajo la sombra, o bañándose en el mar, y niños corriendo alegres por la arena bajo la vigilancia de sus padres. 

Como no tenía una sombrilla para protegerme del sol, y no quería estar en medio de los juegos infantiles, me senté cerca a las bancas que se alzaban antes de la playa, y saqué mi copia de El Vizconde que me Amó, el libro de la saga que estaba leyendo ahora; mi ropa se llenaría de arena, de seguro, pero no importaba. Iba a gozar del mood de la playa. 

Permanecí un largo rato centrada en mi lectura, como si me hubiera teletransportado de Barcelona a la Inglaterra de la Regencia, y sintiéndome como Kate Sheffield —Sharma en la serie —cuando pensaba que no era lo suficientemente bonita como para conseguir un buen esposo, y que se debía conformar con aprobar a los pretendientes de su hermana menor. 

Así era más o menos mi situación: no me sentía lo suficientemente linda como para estar convencida de que Pipe se fijaría en mí, pero mantenía aún las esperanzas gracias a que nos llevábamos bien y a lo que podrían considerarse posibles señales. 

Perfecta Inspiración - Felipe OtañoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora