11. ¿El inicio de algo?

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En casa, siempre era yo la que llamaba ansiosa a María Gracia, mi mejor amiga, para preguntarle qué tal le había ido con su crush en el cine o en alguna salida parecida, y ella, a sabiendas de que yo me sabía todo del amor por los libros y canciones, me pedía alguno que otro consejo sobre qué y qué no decir y hacer. 

Claro, yo no podía poner todo mi conocimiento en práctica en mi propia vida sentimental, y todo porque, sencillamente, no tenía una vida sentimental, a comparación con las demás tipas de mi salón, que parecían tener un pretendiente nuevo cada fin de semana. 

Ningún chico me dijo alguna vez para salir, y mis padres no hicieron ningún esfuerzo para que socializara con el sexo masculino más allá de la catequesis de confirmación en la que debía participar sí o sí para pasar al último año de secundaria. 

El encuentro accidentado con Felipe había consistido, en cierta forma, en la primera vez que hablaba con un chico por más de cinco minutos, y en la que, oh, sorpresa, terminaba intercambiando teléfonos. 

Y para colmo, no era cualquier chico: era un dios griego que había demostrado, hasta ese momento, que la belleza la tenía no sólo por fuera, sino por dentro. 

¿Cómo me sentía? ¡En el séptimo cielo! 

Tanto así, que pensé que todo se trataba de un sueño de esos que tenía luego de leer alguna historia romántica, aunque si podía recordarlo vívidamente, era obvio que había sido realidad.

Apenas desperté, agarré mi celular, encendí Spotify, y puse en aleatorio mi playlist de Taylor Swift; seguro ella sabía cómo explicar esas ansias raras que sentía de volver a ver a Felipe sin importar lo que pudiese pasar, incluso cuando recién ese día nos conocíamos. 

Sonreí mientras sonaba Fearless, una de mis canciones favoritas, y escribí en mi diario todo en lo que no podía dejar de pensar desde la primera vez que vi los ojos de Felipe: el color de sus ojos, su sonrisa perfecta, el porte de dios griego que se cargaba, su caballerosidad, la ternura que inspiraba cuando se trababa al hablar...

¿Era acaso el Mar Caribe

sobre el cual sin fin nadaba?

¿O el cielo más despejado

que al caer contemplaba?

Lancé una que otra risita mientras esas palabras aterrizaban en el papel, porque aunque ese intento de poema no sería nunca visto por nadie, con el sólo hecho de que yo supiera que se refería a los ojos de Felipe me ruborizaba y avergonzaba. 

—Oh, ¿por qué sonríes tanto? 

Lancé un gritito, y como acto reflejo a la interrupción de extraños en mi burbuja inspiradora, cerré mi laptop y me quité los audífonos.

Brenda Ferrer estaba frente a mí con una sonrisa traviesa, aunque sus ojos reflejaban que aún tenía ganas de volver a meterse en la cama.

—¿Yo? Por nada —respondí.

—No nos dijiste nada de lo que pasó entre Felipe y tú anoche —siguió—. Desembucha, ¿cómo os fue? 

Como si hubiera sonado la diana militar, Lucía se levantó de la cama y se sentó frente a mí. 

—¡Sí, tía! ¡Cuéntanos cómo te fue con el chico de la cámara anoche! 

—¡No pasó nada! —repliqué, aunque no pude evitar sonreír y resultar muy obvia—. Solamente me acompañó hasta acá, y se fue cuando vio que estaba todo bien...

Perfecta Inspiración - Felipe OtañoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora