38. El mejor regalo

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Viernes, 22 de diciembre

El aura navideña se respiraba con más intensidad por esos día, pues faltaba muy poco para el inicio de la semana de fiestas y del lío de los regalos y cenas que harían ganar un par de kilos de más a la gente. 

Para mí, todo eso se combinaba con el suspenso derivado del término de la semana de exámenes finales, pues estando de vuelta en casa recién me enteraría de si había aprobado el primer semestre o no, y por lo tanto, de si mi vida seguía o acababa. 

La decoración navideña en las calles, los villancicos sonando y el frío creciente ayudaron en algo a que me tranquilizara y enfocara mi preocupación en otros temas, entre ellos, lo que sucedería aquella Navidad, o más bien, ese último fin de semana que Felipe y yo nos veríamos antes de retornar a casa por las fiestas. 

Sabía que lo vería de nuevo terminando ese receso, porque aún no terminaba el semestre en sí, y que no necesariamente tendríamos que perder el contacto, pero él se acercaba al final de su carrera, y yo apenas empezaba, por lo que temía que aquel fuera el fin de nuestra historia...si es que teníamos una. 

Ya ni siquiera recordaba mis respuestas en los exámenes, a pesar de haber estudiado lo mejor posible hasta el punto de soñar con los conceptos y traducir mentalmente cada cosa que decía en catalán. Para ese punto, ni siquiera recordaba cómo decir "sí" en tal idioma. 

Quizás las únicas personas que me mantenían a raya eran mis padres, quienes no dejaban de demostrarme que estaban ansiosos por tenerme de vuelta en casa aunque fuera un tiempo, y que mamá prepararía el pavo de Navidad tal como me gustaba: con su relleno especial y acompañado de puré de manzana. 

—Yo también me muero por verlos —respondí en esa videollamada de fin de semana, mientras terminaba de envolver el regalo de Felipe, pues esa noche nos juntaríamos a intercambiar regalos antes de partir a casa—. Los extraño demasiado. Aunque estoy preocupada igual por los exámenes. Espero que me haya ido bien.

—Te va a ir excelente, ya lo verás —dijo mi mamá—. Siempre fuiste súper inteligente. 

—Gracias, mami. Dios te oiga. 

—Más vale que sí, porque si no...

Sabía que el optimismo de mi mamá podía disfrazarse a veces de presión, por lo que opté por terminar ahí la llamada y despedirme con un abrazo y beso virtuales. 

Ya eran las siete cuando tenía el regalo envuelto y yo me arreglaba lo mejor posible para la salida, pues Felipe pasaría por mí a dicha hora, y quería seguir viéndome bien para él.

Cuando llegó, y lo vi tan guapo como siempre con su chaqueta de cuero y chompa* a juego, me di cuenta de que, cada vez que saliera con él, no haría falta aplicarme rubor, porque su sola presencia me causaba el efecto de color de forma natural. 

En todo el camino desde el departamento hasta el lugar que elegimos, el mismo café donde salimos por primera vez, me sentí en las nubes, y me seguía preguntando cómo es que podía ser tan afortunada de que un chico así de perfecto me estuviera siquiera dirigiendo la palabra. 

Una vez que tuvimos nuestras ansiadas tazas de chocolate caliente en la mesa, Felipe me tendió la bolsa de regalo que era, para mi costumbre, demasiado grande; estaba acostumbrada a que sólo mis padres me dieran regalos de ese tamaño. 

Sin embargo, lo acepté, y a cambio, le di la bolsa en la que guardaba el suyo. 

—Y, ¿quién abre primero su regalo? —pregunté.

—Abrí vos el tuyo —respondió Felipe, con una mirada emocionada. 

—No, tú abre el tuyo —repliqué, con la misma expresión. Moría por ver su sonrisa, el motivo de tantos meses de trabajo. 

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Perfecta Inspiración - Felipe OtañoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora