Las noticias

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—¡Señorita Lía! —la voz clara de Amelia resonó en los vastos jardines de la mansión. 
—Estoy aquí, Amelia —respondí con suavidad, apartando la vista del libro que leía bajo la sombra del viejo roble.

Amelia, con su vestido de lino claro, se acercó con apresurado andar. Su cabello rubio, recogido en un elegante moño bajo, relucía al sol, y sus ojos verdes, normalmente tranquilos, brillaban con urgencia.

—La he buscado por toda la casa, señorita —dijo con un toque de alivio al encontrarme—. 
—Siempre sabes que me retiro a este rincón —le respondí con una ligera sonrisa—. ¿Qué es lo que ocurre? 
—Su padre, el rey, desea verla de inmediato —dijo, haciendo una respetuosa inclinación de cabeza. 
—Voy enseguida —respondí mientras me levantaba con serenidad, ajustando las capas de mi vestido de encaje y seda.

Amelia, una joven de belleza delicada, había estado a mi servicio desde nuestra niñez. Nos conocimos cuando ambas teníamos ocho años, al llegar ella como hija de uno de los empleados más cercanos de mi padre. Desde entonces, se había convertido en mi fiel compañera. El rey Harrison, mi padre, era un hombre de alta moral, respetado tanto por su juicio como por su rectitud en todos los asuntos.

Al entrar en el salón donde él me esperaba, noté de inmediato el aire solemne que impregnaba la habitación. Mi padre, con su traje perfectamente ajustado y su semblante sereno, sostenía una carta en sus manos. Sabía que algo trascendental se avecinaba.

—Padre, ¿me llamabas? —pregunté con calma, aunque un leve temblor se deslizaba por mi voz.

—Lía, necesito hablar contigo sobre un asunto de gran relevancia —dijo, señalando la silla frente a él—. Por favor, siéntate. 

Obedecí en silencio, colocando mis manos delicadamente sobre mi regazo, mientras mis ojos se fijaban en la carta que él sujetaba con una gravedad inusitada.

—¿De qué se trata, padre? —pregunté con precaución. 
—He recibido una carta del Rey Henry —anunció, permitiendo que sus palabras se instalaran en el aire antes de continuar. 
—¿Del Rey? —repetí en un susurro, incapaz de ocultar mi sorpresa. 
—Sí, el Rey Henry ha solicitado tu mano en matrimonio.

Las palabras, aunque pronunciadas con la habitual compostura de mi padre, cayeron sobre mí como una losa. Sentí que el aire de la estancia se volvía denso, casi irrespirable.

—¡¿Qué?! —exclamé, llevándome una mano al pecho—. 
—No levantes la voz, Lía —respondió él con esa tranquila autoridad que siempre había sabido ejercer—. La decisión ya está tomada. Mañana partirás hacia el castillo real. 
—¡Pero, padre, no deseo casarme! —protesté, sintiendo cómo mi voz comenzaba a quebrarse—. ¡Mucho menos con un hombre al que no conozco!

Mi padre permaneció inmutable, su expresión apenas mostraba emoción alguna.

—Lía, no es cuestión de lo que deseas. Este es un compromiso de gran honor y responsabilidad —dijo sin dejar de mirarme a los ojos—. La familia lo requiere, y como hija del rey Harrison, tu deber es claro.

Sentí como el peso de la tradición y las expectativas familiares se cerraban sobre mí, sin dejarme escape.

—¿A qué hora partiré? —pregunté en un hilo de voz, incapaz de seguir luchando contra lo inevitable. 
—A mediodía. Amelia te acompañará. He dispuesto todo para tu viaje —respondió él, con la misma calma con la que había pronunciado cada palabra.

Asentí débilmente, resignada.

—Muy bien, padre —musité, inclinando levemente la cabeza en señal de respeto—. Con su permiso.

Me levanté de la silla con la espalda recta, como correspondía a una joven de mi estatus, pero por dentro sentía cómo todo mi mundo se desmoronaba. Mientras caminaba hacia la puerta, noté que las lágrimas amenazaban con asomar, pero me forcé a contenerlas. Las damas de mi clase no lloraban ante el deber, no importaba cuán cruel pudiera parecer.

Al salir de la habitación, mis pensamientos se nublaron con el peso del destino que se me imponía. Un matrimonio con un rey, un hombre al que nunca había visto, y una vida que no había elegido.

una desastrosa alianza matrimonialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora