¿Mejor muerta?

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Seraphina

Llegamos a casa en silencio, las luces de la mansión apenas alumbraban la entrada, y todo el mundo parecía dormido. Anthony había insistido en acompañarme hasta la puerta, incluso cuando le dije que no era necesario. No podía negarle el gesto; después de todo, habíamos compartido una noche especial, una noche de palabras y emociones, pero también de incertidumbre y confusión.

Cuando llegamos al porche, Anthony se detuvo, como si dudara de lo que venía después. Tocó la aldaba de la puerta con suavidad, y el eco resonó en el silencio de la madrugada. Unos segundos después, la puerta se abrió, y allí estaba mi madre, con el rostro severo y el cabello recogido apresuradamente, ya vestida con su ropa de cama.

—Vizconde —dijo con una frialdad controlada—. Ya es muy tarde. Te agradezco que hayas traído a mi hija a casa, pero creo que ya puedes retirarte. Está bien por hoy.

Su tono era cortante, un claro mensaje de que Anthony ya no era bienvenido. Él, incómodo, me lanzó una mirada como si esperara mi aprobación para irse. Aunque no me sentía tranquila, asentí, dándole una sonrisa que apenas llegó a formarse.

—Buenas noches, mi querida Seraphina —dijo con una reverencia, su mirada prolongada más de lo que mi madre consideraría apropiado—. Cuídate.

—Buenas noches, Anthony —respondí en un susurro, deseando que no se fuera, pero sabiendo que era lo mejor.

Cuando él se alejó, la puerta se cerró con un golpe seco. Mi madre se volvió hacia mí, y en ese momento, el aire se volvió pesado, cargado de algo más oscuro, más siniestro que cualquier reprimenda que había recibido antes.

—¿Qué demonios te crees que estás haciendo? —La voz de mi madre era baja, llena de malicia contenida—. ¿Dejándote ver a estas horas con un hombre, y encima, con él? ¿Tienes idea de cómo nos haces quedar? Pareces no tener ningún sentido de la decencia, ni del honor de esta familia.

El tono ácido de sus palabras se deslizó por mi piel como un látigo, haciéndome encogerme por dentro, aunque me mantuve firme frente a ella. Sabía lo que venía, y cada vez dolía más.

—Madre, yo... solo estábamos hablando... —intenté explicar, pero ella me cortó, avanzando hacia mí como una sombra amenazante.

—¡Deja de actuar como si tuvieras un problema mental, Seraphina! —espetó, su voz subiendo en un tono agudo que me hizo retroceder. Sus ojos me miraban con desprecio, con ese tipo de mirada que no veía una hija, sino un problema que debía corregirse—. Solo tienes una cicatriz, nada más. ¿Crees que eso te da derecho a comportarte como una maldita lunática? ¡Pareces una criatura desquiciada, buscando la aprobación en un hombre que solo quiere reírse de ti como el vizconde!

Cada palabra me perforaba como una daga, la misma que siempre usaba cuando mencionaba la cicatriz, esa marca en mi rostro que parecía definir toda mi existencia para ella. Me dolía más el desprecio en sus ojos que cualquier otra cosa.

—Si sigues quedando hasta ciertas horas con Bridgerton, ¡la gente va a empezar a pensar que eres una cualquiera! —escupió, sus manos apretándose en puños—. Y si eso sucede, ya sabes lo que va a pasar. Ningún hombre querrá casarse contigo, y ya de por sí no es como si tuvieras una fila de pretendientes. ¿Qué crees que pensará la sociedad de ti? Que estás maldita, que eres una deshonra. ¡Y lo peor de todo, Seraphina, es que ni siquiera los hombres que podrían aceptarte, los ancianos, los tullidos, querrán acercarse a ti si sigues comportándote así!

Sentí que el mundo se desmoronaba bajo mis pies. Mi madre siempre había sido cruel, siempre me recordaba que mi valor era limitado por mi cicatriz, pero nunca de una manera tan despiadada. No pude evitarlo: una parte de mí quería gritar, quería decirle que no tenía derecho a hablarme así, pero estaba paralizada. Su autoridad sobre mí era tan grande que no podía moverme, no podía defenderme. El dolor en mi pecho se expandía, como si me estuviera asfixiando.

—Ningún hombre querrá estar contigo si sigues haciendo el ridículo —continuó, acercándose aún más—. ¿Crees que puedes comportarte como una mujer normal cuando lo único que eres es una... desdicha? Cuanto me arrepiento de que no hubieses muerto en aquel accidente.

Me quedé allí, con la espalda recta y las manos temblando bajo las mangas de mi vestido, tratando de contener las lágrimas que amenazaban con brotar. No podía llorar, no frente a ella. No le daría ese placer. Pero dentro de mí, algo se rompía lentamente.

—Madre... —susurré, mi voz casi inaudible, pero ella no se detuvo.

—Tienes suerte de que todavía queden algunos hombres desesperados que aceptarían una esposa con un defecto como el tuyo. Si sigues viendo a ese vizconde, te juro que ni siquiera ellos querrán saber nada de ti. Espabila, para Anthony Bridgerton solo eres una broma cruel de la que reírse en el club de caballeros.

Las palabras se quedaron flotando en el aire, crueles, despiadadas. La ira y el dolor en mi interior me asfixiaban, pero no podía hacer nada. Solo me quedé allí, inmóvil, mientras mi madre se daba la vuelta con un movimiento brusco, como si no valiera la pena gastar más tiempo en mí.

La casa estaba en silencio, excepto por el eco de sus últimas palabras, que seguían reverberando en mi mente como una condena.

Me sentí sola. Terriblemente sola. Entonces, descubrí que sí estaba maldita, más que nunca. Por tener una madre como la que tenía, no por mí.

PAUSADA: La dama enmascarada (Anthony Bridgerton)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora