Max Verstappen y Sam habían estado juntos en silencio por lo que parecía una eternidad. Nadie más lo sabía aparte de Checo Pérez y Lando Norris. En público, todo estaba perfectamente orquestado: Max era el piloto invencible, concentrado únicamente en la pista, y Sam, su secreto mejor guardado, lo apoyaba desde las sombras. Sam entendía perfectamente las razones de Max para mantener su relación oculta. Él era una figura pública con el peso del mundo en los hombros. Si la prensa o los fanáticos descubrieran su relación, la presión sería abrumadora para ambos, algo que Max no quería.
Al principio, Sam estaba en paz con la situación. No necesitaba la atención ni los focos, y entendía el ritmo frenético de la vida de un piloto. Solo necesitaba esos momentos privados con él, esos instantes en los que Max podía bajar la guardia y ser simplemente un hombre enamorado, no el campeón del mundo. Esos momentos eran solo suyos, y le gustaba que fueran así.
Pero con el tiempo, la vida de Max se volvía cada vez más luminosa, más pública, más demandante. A medida que ganaba más y más carreras, las expectativas sobre él se disparaban. Las entrevistas, los eventos, los compromisos de patrocinadores llenaban sus días. Cada fin de semana, más cámaras lo seguían, más rumores giraban sobre su vida privada, y la presión crecía. Sam, por otro lado, comenzaba a sentir que cada vez más se desvanecía en la penumbra de su relación.
La soledad se instalaba en ella lentamente. Al principio, lo disimulaba bien, sabiendo que Max no necesitaba más preocupaciones. Pero cuando él estaba en las pistas, ella se quedaba sola en el hotel, mirando desde lejos el mundo en el que él brillaba sin ella. Los días entre carrera y carrera se alargaban, y aunque Max intentaba estar presente para ella, su mente estaba siempre ocupada, siempre en la próxima carrera, el próximo reto.
Lando y Checo, que sabían sobre su relación, la trataban con cariño cada vez que se veían, pero eso solo la hacía sentir más fuera de lugar. Ellos estaban en ese mundo y lo entendían, mientras que ella... solo observaba desde afuera. Checo una vez la encontró en el hospitality, mirando a Max desde lejos, y le dijo en tono amable:
—Sabes, siempre puedes estar más cerca de él.
Sam sonrió con tristeza, pero no respondió. Porque la verdad era que no podía. El brillo que rodeaba a Max se volvía cada vez más cegador, y aunque ella lo amaba profundamente, se sentía más invisible que nunca. Las cámaras que seguían cada paso de Max ni siquiera sabían de su existencia, y en cierto modo, eso la hacía sentir insignificante. Su vida con él estaba en pausa, siempre a puertas cerradas, mientras que él seguía adelante, más adelante cada día.
Una noche, después de una victoria en Mónaco, Max llegó a su habitación tarde, exhausto pero feliz. Sam lo recibió con una sonrisa, aunque su corazón estaba pesado. Sabía que él había tenido un día largo, que el mundo entero lo celebraba, pero en ese momento no pudo evitar sentir la distancia entre ellos.
—¿Cómo estuvo la carrera? —preguntó Sam mientras Max se desplomaba en el sofá.
—Increíble, fue increíble —respondió él, su voz apagada por el cansancio, pero sus ojos todavía brillaban por la adrenalina.
—Me alegro mucho, Max. Pero... —Sam titubeó un momento, pero sabía que ya no podía seguir guardándose lo que sentía—, a veces siento que me estoy quedando atrás.
Max la miró, frunciendo el ceño ligeramente, confundido.
—¿Quedándote atrás? ¿Qué quieres decir?
—Todo esto, toda tu vida... siento que no encajo en ella. Me siento invisible, Max. Y sé que lo hacemos para protegernos, pero a veces me siento... sola. Muy sola.
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