Confianza

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Mia

Alex finalmente detuvo el auto frente a mi casa. El motor se apagó, y el silencio se volvió abrumador de nuevo. Después de un momento de indecisión, se bajó del auto y vino a abrirme la puerta.

—Descansa, ya mañana será otro día —dijo, su voz era un susurro suave pero firme.

Asentí, sintiendo que todo lo que había pasado esa noche pesaba sobre mis hombros, como si cada lágrima y cada palabra tuvieran un peso que debía cargar.

Me bajé del auto, y antes de cerrar la puerta, lo miré una vez más.

—¿Quieres entrar? —Le pregunto, con bajas energías.


Alex

Cuando Mia me pidió que la acompañara a su casa, apenas dudé en decir que sí. Había algo en sus ojos que nunca antes había visto: un brillo opaco, de derrota, algo completamente opuesto a la chispa desafiante que siempre mostraba cuando nos veíamos. Entramos en silencio, y, sin decir palabra, ella se encaminó hacia su habitación. Me quedé en la sala, observando a mi alrededor, preguntándome si debería decir algo o dejarla estar.

Unos minutos después, regresó en pijama, suelta, con el cabello revuelto y el rostro desnudo, sin esas defensas que normalmente la rodean como una fortaleza infranqueable. Nos sentamos juntos en el sofá, un espacio amplio que de repente se sentía pequeño, como si fuera solo ella llenando la sala con su silencio.

Para romper la incomodidad, tomé una manta doblada que estaba en la mesita al lado del sofá y la coloqué suavemente sobre sus hombros. No dijo nada, pero cerró los ojos por un segundo como si ese gesto hubiera aliviado al menos una pequeña parte de lo que estaba cargando. Respiré hondo y, tras unos segundos, le pregunté en voz baja:

—¿Quieres hablar? ¿O... hay algo que necesites?

Mia negó lentamente, con apenas un movimiento de cabeza.

—No quiero hablar, solo... no quiero estar sola, Alex.

La respuesta se me quedó atrapada en el pecho. Esta era Mia, la misma Mia que no dudaba en lanzarme miradas asesinas, la misma que podía hacerme reír y frustrarme en menos de un segundo. Y ahora estaba aquí, en silencio, mirándome con esos ojos llenos de algo que ni siquiera sabía describir. Vi su mandíbula tensarse, y de repente murmuró algo que me hizo sentir una especie de impotencia que no sabía cómo manejar.

—Es que soy una idiota... ¿Por qué... por qué siempre hago todo mal? —Apenas susurró esas palabras, pero el dolor en su voz fue suficiente para hacer que algo se retorciera dentro de mí. Al ver que las lágrimas se acumulaban en sus ojos, me incliné un poco hacia ella, poniéndole una mano en el hombro en un intento de transmitirle algo de calma.

—Mia, no te digas eso —le susurré—. No tienes que cargar sola con todo. No eres una idiota, ¿vale?

Ella apretó los ojos, y vi cómo una lágrima silenciosa rodaba por su mejilla. Al parecer, ese pequeño gesto de consuelo rompió algo dentro de ella. Me quedé en silencio, dándole el espacio para liberar toda esa tristeza que la estaba consumiendo por dentro. Cuando apoyó la cabeza en mi hombro, me tensé por un segundo, pero rápidamente me relajé, dejándola encontrar apoyo en mí.

—No es justo, Alex —susurró después de unos minutos, y su voz se quebró—. Siempre... siempre trato de ser fuerte, de dar lo mejor, pero parece que no es suficiente. ¿Sabes lo cansado que es?

La rodeé con mi brazo, apretándola con delicadeza.

—Lo sé, Mia. Y créeme... lo estás haciendo mejor de lo que crees. Eres mucho más fuerte de lo que te das cuenta.

Ella respiró hondo, y poco a poco su respiración se fue calmando. Me quedé allí, dejándola desahogarse sin decir nada más. Después de un rato, noté que se había quedado dormida, con su rostro relajado y los párpados cerrados, una calma que rara vez veía en ella.

Con cuidado, la acomodé en mis brazos y me puse de pie, llevándola hacia su habitación. Abrí la puerta con el pie y me adentré, asomándome a su espacio personal por primera vez. La habitación de Mia era... única, y sorprendentemente llena de detalles que jamás habría imaginado.

Al entrar a su habitación, me di cuenta de que era como un reflejo de todo lo que Mia era, algo que pocos llegaban a ver. Las paredes estaban pintadas de un color suave, entre lila y rosado, dándole un aire acogedor y cálido al cuarto, como si cada rincón estuviera pensado para ella.

A la izquierda, una enorme estantería de madera clara ocupaba toda la pared, rebosante de libros de todos los tamaños y colores. Había de todo: novelas clásicas, sagas y algunos libros de medicina que parecían usados, llenos de post-its y marcas, como si los estudiara por gusto, incluso fuera del colegio. En las repisas también había pequeños trofeos y medallas, recuerdos de torneos y competencias, desde pequeños hasta recientes. Entre ellos, noté un pequeño espacio dedicado exclusivamente a One Direction, con una colección de CDs y pósters pequeños enmarcados, con una perfección casi obsesiva. Junto a esos, un par de fotografías de ella con sus amigos y otra de ella de pequeña, sonriente y con las mejillas rosadas.

Encima de su cama, en la pared principal, estaban los pósters de Violetta, uno al lado del otro. Me sorprendió ver lo bien cuidados que estaban, como si fueran pequeños tesoros que guardaba desde siempre. El contraste entre las caras sonrientes de Violetta y su colección de One Direction hacía que el cuarto pareciera sacado de una película adolescente.

En la esquina opuesta, sobre una cómoda llena de cosas, vi una montaña de peluches: había un unicornio, un oso, un conejo, y hasta un enorme gato con una cara risueña. A un lado del gato, vi unas pantuflas de vaca, y más allá, otras en forma de pollos, como si coleccionara cada par que veía en las tiendas.

Sobre su mesita de noche, estaba su lámpara en forma de luna, encendida, iluminando suavemente la habitación. Al lado, su diario, cerrado, con una pluma dorada encima, y otro montón de fotos enmarcadas, algunas de ella con Alisson, y otras que parecían de viajes en familia. Los detalles aquí y allá dejaban claro que Mia era una mezcla de seriedad y dulzura, de sueños y pasiones.

Al observarla dormir, envuelta en la manta que le había puesto, con los párpados relajados y el rostro tranquilo, me di cuenta de que había algo que jamás le admitiría: se veía bonita. Quizá demasiado bonita para alguien que solía frustrarme con solo mirarme. Inclinándome hacia ella, susurré sin pensarlo:

—Repose-toi petite citrouille en colère, à demain

"Descansa calabacita enojona, hasta mañana".

Me quedé un segundo en silencio, esperando que no me hubiera escuchado, que no hubiera sentido el peso de lo que acababa de decirle, y entonces me aparté.

Dime que me odiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora