Capítulo 24 "Granada"

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"¡Agua y fuego! Necesidades para el hombre que desea sobrevivir, pero los dioses habían dotado a cada una de esas bendiciones de un desagradable aguijón en la cola. Con cada don, los dioses creaban una maldición"

M. K. Hume


Baltazar estaba sentado sobre una enorme roca, a metros del pacífico cauce del río Quiros ubicado en el extremo oeste de Los Sauces, mientras Julien tomaba grandes bocanadas de aire y se secaba la transpiración que caía por su frente. El menor de los Lucón estaba exhausto; llevaba dos horas empujando la piedra en vano, pero no podía renunciar ya que era la única consigna que su guía le había dado en su primer día de entrenamiento.

Al principio trató de hacer buena letra y portarse como un alumno aplicado, pero a medida que los minutos pasaban, su paciencia se iba esfumando llevando consigo las últimas fuerzas.

—Es inútil. Esto no lo podría mover ni el Rey Arturo —exclamó mirando hacia arriba y entrecerrando los ojos ante la potente luz del sol a mediodía.

El moreno no sonrió; su rostro permanecía inalterable. Solo atinó a sacarse la campera de cuero, para quedar con una remera ajustada , y a cruzar las piernas. La imponente roca tenía casi dos metros de alto y un poco menos de largo y ancho; parecía un peñasco desprendido de alguna montaña inexistente por esa zona.

Al ver que no iba a obtener una respuesta, Julien se sacó la remera y la ató en su cabeza para cubrirse un poco del sol. Baltazar esbozó una sonrisa de sorna que hizo que el pequeño bufara y volviera a la tarea.

—Mi piel es muy blanca, quedaré como un tomate y con la marca de la ropa —se justificó sin buscar signos de aceptación con la mirada.

Las palmas de las manos le habían comenzado a arder. Cada vez que las apoyaba, sentía la energía calórica del sol absorbida a través del granito. La primera media hora estuvo bien, pero a esa altura del día, y en pleno verano, era como tocar las brasas de algún fuego. Ya casi sentía las ampollas abriéndose espacio en su piel, dilatándose y secándose como rajaduras de tierra seca.

Clavó los pies en la tierra, respiró hondo y volvió a empujar. Nada. Otra vez. Nada. Y así por media hora más.

—Arturo no tenía que mover una piedra, y si se lo hubiera propuesto en sus comienzos seguro que lo lograba... No estás visualizando lo que te indiqué —aconsejó al fin.

Había estado observando las distintas reacciones de su pupilo al fracaso. Quería saber cómo actuaba ante la disciplina y comprobar qué tan obediente podía ser.Por el poco tiempo que habían pasado juntos, más las referencias de Ícaro, había comprobado que Julien tenía una coraza inquebrantable. Su verdadero yo estaba oculto detrás de un escudo de falsa fortaleza. Sin embargo, Baltazar, como buen una conocedor de la especie humana, era consciente de que la seguridad que el joven Lucón proyectaba podía transformarse en algo auténtico. El cómo era más difícil de explicar, recién estaban comenzando y sería un proceso largo. No le tenía cuidado a su alumno, eso era seguro. Le importaba en lo más mínimo el sufrimiento que este podría llegar a sentir, porque el dolor era algo natural y él ya había pasado por eso como para tener que revivirlo por alguien.

Ícaro le había encomendado llevar adelante cierto tipo de entrenamiento y, aunque en un principio se opuso, terminó por acceder. No tenían demasiado tiempo, no podían esperar al final de la lotería para saber si tenían a la persona indicada. Tenían que abrirlo, examinarlo parte por parte y escarbar en lo más profundo de aquel ser hasta saber si poseía lo que ellos necesitaban. Si Julien no alcanzaba a completar con entereza su proceso de formación, lo quebrarían y nadie sería capaz de repararlo.

Hielo contra fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora