Sobre la amistad y sus aristas

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Matamos lo que amamos. Lo demás no ha estado vivo nunca.
Rosario Castellanos


Ícaro esperó un rato antes de irse de la casa de Emilia ya que hubiera sido sospechoso que corriera luego de la apresurada salida de Eleonora. Se dirigió hacia la fuente del parque, el único lugar en el que se sentía cómodo para pensar y tomar decisiones.

Había sido muy cuidadoso hasta el momento. Cada cosa que hacía, producía una reacción predecible por lo que podía creer que todo marchaba bien. Sin embargo, sentía una leve molestia, como si tuviera una pequeña piedra en el zapato y no pudiera encontrarla por más que lo inspeccionara. Supuso que tal vez estaba siendo demasiado consciente para su propio bien. Una vez que llegó a su destino, se sentó en el borde de lo que alguna vez fuera una hermosa fuente llena de vida. Su silueta contrastaba con la quietud de la noche. A pesar de encontrarse en aparente calma, cualquiera que lo viera percibiría en él un cuerpo en ebullición.

Revisó el celular por milésima vez, con el brillo de la pantalla reflejado en sus lúgubre ojos. Se sentía satisfecho por su última movida, pero no lo suficente como para declarar que esa noche fuera un triunfo. Volvió a observar la imagen con la foto que le había enviado un destinatario desconocido. En la misma se encontraba el primer plano de un cuerpo inerte con un mensaje ambiguo. La caligrafía descuidada de unos trazos que jugaban a tentar hasta a los dioses más misericordiosos. Nadie que entrara en su juego podría aspirar al perdón de las divinidades. Todos eran culpables.

Levantó la mirada cuando percibió una energía que se acercaba. Detrás de los primeros árboles, emergió una silueta delgada. No pudo verle el rostro debido al viento que se arremolinó a su alrededor. Hojas muertas, pequeñas piedras y cualquier objeto pequeño a su paso iba sumándose a la espiral que giraba en torno a la figura. A cada paso se hacia más grande. Ícaro sonrió y se levantó, haciendo caso omiso a la tierra que golpeaba su rostro con fuerza a medida que ambos cuerpos se acercaban.

Cuando estuvieron a pocos pasos de distancia, el tiempo detuvo su marcha y las partículas suspendidas cayeron con suavidad.

Ícaro sonrió y extendió la mano. El joven le correspondió e inclinó la cabeza. Tenía los ojos rasgados y la piel pálida.

—Kentaro... —lo llamó por su nombre, después de tantos años de no pronunciarlo.

—¿Qué te pareció mi entrada?

—Mantienes tu estilo. Veo que creciste fiel a tu personalidad.

—Ja, ja —sus dientes desparejos y blancos resaltaban una sonrisa completa—. Deberías haber visto la cara del viejo cuando lo encontré. Temí que se pudriera antes de lograr escribir el mensaje. No me decidía por qué letra usar. La cursiva no se me da muy bien.

—Vamos a trabajar en eso —el malabarista le dio unas palmadas en el hombro—. ¿Ya cambiaste de chip?

—Cambié de teléfono. Ahora puedes agendarme —exclamó con una risita tímida que trataba de imitar la emoción de una adolescente.

Ícaro sonrío. Kentaro era un viejo amigo de su niñez. Sabía que podía contar con él y su poder, por eso lo buscó en gran parte de sus viajes. Sin embargo, el muchacho era tan esquivo como el aire y había logrado evadirlo por mucho tiempo. No fue hasta que comenzó la cuenta regresiva, que el japonés cambió de opinión. Era ágil, fuerte y sangre fría, justo lo que necesitaba para velar más allá de sus ojos. Él sería su sombra donde él no pudiera llegar.

Esa noche conversaron largo y tendido bajo luz tenue de la luna. Le contó todo sobre las últimas incorporaciones a su equipo y cómo tenía planeado continuar. También le advirtió sobre Seth. El pelirrojo podía sumarse a ellos para formar una tríada mortal, o bien podría convertirse en una punta de flecha que rompiera todo e inclinara la balanza hacia lados peligrosos.

Hielo contra fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora