Encuentro III

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AHORA SI LES DEJO LA ÚLTIMA PARTE DEL PRIMER CAPÍTULO.


Rachel

Gloria había conseguido hacerme entrar en razón tras darme uno de sus discursos existenciales. No podía comportarme de forma agresiva con nuestra invitada.

Rechazarle abiertamente no iba a servir para que la convivencia fuera fácil y, como ella había apuntado, no le podía dar motivos para que se fuera de allí con la música a otra parte (nunca mejor dicho, a juzgar por la guitarra que llevaba consigo entre el escaso equipaje con el que había llegado). Me dije a mí misma que esa chica, por mucho que en apariencia fuera tan segura y decidida, tenía que encontrarse muy sola y desorientada. La vida le había asestado un duro golpe y era evidente que no lo había encajado muy bien, porque si no su abuela no habría recurrido a tomar una decisión tan drástica.

Me hallaba en mi habitación, que era contigua a la que iba a ocupar ella a partir de entonces. En aquel segundo piso había tres dormitorios: el que había sido de mi hermano hasta hacía poco, pues ahora vivía con un amigo en un loft en el centro de Montegris; el mío; y la habitación de invitados. Cada uno contaba con su propio baño, y los tres, dispuestos en línea, daban paso a una gran terraza orientada hacia el oeste, al igual que el salón y el porche del piso inferior. En aquella planta, en el lado opuesto a las habitaciones, había una gran sala de estar que siempre había sido nuestro lugar de pasatiempos. A pesar de llevarnos seis años, Noah y yo siempre habíamos congeniado. Compartir esa sala, que primero había sido de juegos y que luego con los años se transformó en el lugar para ver la tele, escuchar música, estudiar y charlar, nunca había supuesto un problema para ninguno de los dos. Era muy grande y ambos teníamos cabida entre sus paredes.

Mi madre dedicó mucho tiempo para conseguir que el impersonal dormitorio, que ahora ocuparía Quinn, dejara de parecer una cursilona habitación de invitados. Sometió aquella estancia a una considerable transformación, convirtiéndola en una habitación más moderna y confortable, afín a los gustos de una chica de veintitrés años. Como allí ya había una televisión, la dejamos donde estaba y trajimos un reproductor de DVD que se encontraba en desuso en el antiguo cuarto de mi hermano; de esa forma ella tendría la opción de ir un poco más a su aire.

A mí esa idea me gustaba. Con un poco de suerte Quinn no invadiría tan a menudo la sala que ahora era sólo para mí. Era un pensamiento algo tonto y egoísta por mi parte, pero siempre me ha gustado estar un poco a mi aire. Con mi hermano había sido diferente; teníamos una confianza tal que aunque yo tuviera uno de mis días bajos, de esos en los que no quería saber nada del mundo, su presencia no me molestaba. Él sabía mantenerse al margen, dejándome disfrutar de mi depre a solas.

Siempre, desde niña, he sido una persona con cambios de ánimo repentinos que me provocan pasar de la euforia a la miseria más profunda. Cuando estoy contenta soy capaz de sentir un entusiasmo y unas ganas de vivir tan grandes que disfruto de cada detalle de mi existencia: me enamoro de un libro, dejo que una canción se me meta en las venas hasta que la sangre me palpita al ritmo de la música, e incluso soy capaz de emocionarme mientras admiro en silencio la llegada del crepúsculo. Bajo la influencia ardiente de mi alegría, encuentro la belleza en cualquier nimiedad. En cambio, en los momentos de bajón, me siento tan poca cosa, tan insignificante, que me limito a acurrucarme en el sofá con el único objetivo de ver pasar las horas.

Hasta no hacía mucho, los episodios depresivos hacían acto de presencia tan a menudo que me resultaba imposible enfrentarme a la vida. Con suerte sólo duraban unos días, pero había veces que ese vacío podía llegar a durar semanas, despojándome de la capacidad de sentir nada y obligándome a seguir con mi rutina como un zombi. Una enorme bola de angustia se instalaba en mi estómago, arrebatándome el apetito y las ganas de vivir, con lo que me limitaba a deambular como un autómata, carente de ilusiones, cumpliendo con mis obligaciones de forma mecánica.

La canción número 7 (Faberry)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora