La llave II

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Rachel

Noah no cesó de hablar con Marley en toda la noche. Nosotras, a cierta distancia, disfrutábamos como niñas observando el evidente flirteo que se producía entre ellos.

Kitty, con su magnífico y discreto plan, había conseguido que mi hermano y ella no tuvieran ojos para nadie más, y celebraba su éxito bebiendo tequila como una posesa. Algo me decía que su motivo para beber más de la cuenta no se debía sólo a su triunfo como alcahueta, sino que estaba huyendo de algo. Continuaba con aquella expresión abatida en su rostro y, como no quería que yo la interrogase, seguía mostrándose esquiva conmigo. Ella vería; no iba a perseguirla como un perrito faldero. Ya éramos mayorcitas para andarnos con juegos. Sabía de sobra que yo estaba allí para lo que hiciera falta, así que cuando estuviese lista para confiar en mí sólo tenía que decírmelo.

Por la mañana desperté con un considerable dolor de cabeza, pues yo también había bebido más de lo acostumbrado. Fui la última en ir a desayunar, así que temí que no me hubieran dejado más que las migajas. El frío hizo que me frotara los brazos y mirando al cielo, oscuro y gris, observé que amenazaba lluvia.

-Ya era hora, dormilona -me saludó mi hermano-. Pensábamos que tendríamos que desmontar la tienda contigo dentro.

Era evidente que se encontraba de muy buen humor, y yo conocía el motivo. En cambio, yo me había levantado algo triste y con la sombra de mis angustias revoloteando a mí alrededor.

-No puedo creer que haya sido la última en despertarme -respondí, desperezándome-. Por favor, dime que aún queda café...

-No somos tan crueles como para dejarte sin tu droga -bromeó Finn, al tiempo que llenaba una taza de plástico con un humeante chorro oscuro que brotaba de una rudimentaria cafetera metálica.

-Gracias -dije al coger el vaso.

Bebí distraída, mientras el líquido caliente me ayudaba a entrar en calor. El día era mucho más frío y húmedo que el anterior.

- ¿Cuál es el plan para hoy? -pregunté, ya que obviamente no podíamos quedarnos mucho más tiempo a la intemperie. No cabía duda de que terminaría lloviendo.

-Hemos pensado en ir a comer a un refugio que no queda lejos de aquí -me explicó Quinn, que estaba sentada a tan sólo unos palmos-. Dicen que allí estaremos más calientes y resguardados.

-Creo que sé dónde queda. Nunca he estado dentro, pero sí lo he visto - recordé.

-Deberíamos irnos ya -opinó Mike-. No creo que tarde en ponerse a llover.

Siguiendo su consejo, recogimos las tiendas y las mochilas y nos pusimos en marcha. El camino se nos hizo muy pesado, pues era estrecho y cuesta arriba. Tuvimos que sortear infinidad de obstáculos, y había tramos en los que el sendero se veía interrumpido.

Aquellos parajes no eran muy transitados en invierno y la vegetación crecía muy rápido, ocultando el camino.

Cuando por fin llegamos al refugio, estábamos exhaustos y mojados, pues en el último tramo había empezado a llover con fuerza. Se trataba de un pequeño edificio construido en piedra, con la cubierta realizada en madera. Dentro había una única habitación de generosas dimensiones, con una chimenea y una vieja mesa arrinconada en una pared. Este tipo de modestas casitas habían sido erigidas para que los viajeros que antiguamente cruzaban aquellos montes pudieran hacer un alto en su camino y descansar, cobijados de las inclemencias del tiempo. Lo primero que hicimos fue coger algunos troncos del montón que se apilaba en el porche de entrada. Encendimos la chimenea y nos agrupamos a su alrededor para entrar en calor, mientras comíamos los bocadillos que habíamos traído en nuestras mochilas. No pude terminar el mío; ese incómodo nudo en el estómago que me visitaba de vez en cuando me había quitado el apetito. Los demás no paraban de charlar y de reír, sin embargo yo no podía participar de sus bromas. Era uno de esos días en los que hubiera preferido estar sola, sin nadie a mí alrededor. Me sentía triste, y no sabía exactamente por qué.

La canción número 7 (Faberry)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora