Música V

710 57 0
                                    

Quinn

Hablaba a menudo con mi abuela por teléfono, y parecía estar contenta en la residencia. La había visitado un par de veces durante aquel primer mes que había transcurrido desde mi llegada. Lo cierto era que aquel lugar donde ahora vivía no parecía, ni por asomo, una clínica geriátrica. Ubicada en lo que en otro tiempo había sido una gran mansión, en su rehabilitación habían puesto sumo cuidado para darle un aire alegre y confortable, asemejándose más a un pequeño hotel familiar que a un asilo. Contaba en su parte trasera con un pequeño y bello jardín donde los residentes podían salir en los días soleados a dar un paseo o simplemente sentarse a charlar. Se encontraba en un tranquilo barrio residencial en pleno centro de la ciudad, con lo que mi abuela contaba con la libertad de ir y venir a sus anchas.

Ángela seguía acudiendo a las reuniones con sus amigas y de vez en cuando iba de compras al vecino distrito de Salamanca. La única diferencia con su anterior rutina diaria, aparte de que ya no vivíamos juntas, era que un equipo de médicos y enfermeras vigilaban constantemente su corazón, asegurándose de que siguiera al pie de la letra todas sus recomendaciones.

En mi última visita me enseñó su apartamento, que incluía un saloncito, un dormitorio y un cuarto de baño de generosas dimensiones. Las tres estancias, bañadas por una gran cantidad de luz natural, se encontraban ubicadas en el último piso del edificio, con lo que no tenían ningún obstáculo delante que impidiera que el sol penetrara a raudales. Desde allí se veía el jardín, y a lo lejos se divisaban las torres del distrito financiero, incluyendo el nuevo complejo de altísimos rascacielos llamado Cuatro Torres. Era como si su habitación mirase al futuro, a una nueva esperanza. Verla tan cómoda y satisfecha en su nuevo hogar apaciguó la preocupación que me había acompañado a Montegris. Ella era lo mejor que me quedaba en la vida, y su bienestar era vital para mí.

-Cuéntame, Quinn, ¿cómo va todo? -me interrogó desde el sofá. Yo, que seguía admirado las vistas desde su ventana, me giré para responderle.

-Bien, mejor de lo que esperaba. Los Berry son gente muy amable, y la universidad me gusta.

- ¿Ves? Te lo dije, no ha sido un cambio tan malo. -Su tono de triunfo delató la satisfacción que la invadía.

-No te confundas -le corregí-. Pienso regresar a Madrid antes de lo que crees. He aceptado tu chantaje, pero no para siempre.

- ¿Chantaje? Me entristece que lo veas así... Todo esto lo he hecho por tu bien.

-Abuela, ya lo sé, no te estoy criticando. Sólo tienes que entender que mi sitio está aquí, donde pueda estar cerca para cuidarte.

-Yo me cuido muy bien sola -declaró orgullosa. No le gustaba nada el papel de abuelita; era muy independiente y se jactaba de llevar toda la vida haciéndose cargo de sus propios asuntos-. Bastante tengo con tener que vivir entre ancianos, y con un equipo médico pegado a mí todo el día, como para que tú también te pongas protectora conmigo.

-No es sólo que te quiera proteger, necesito tenerte cerca.

-Necesitas aún más encontrarte a ti misma. Eso en Madrid no sucederá, así que debes permanecer en Montegris más tiempo.

- ¿Es que no me vas a dejar regresar nunca? -pregunté molesta.

-No puedo impedírtelo, sólo te estoy aconsejando. Creo que por lo menos debes quedarte durante este curso.

Qué lista era. No era una orden; sin embargo ella sabía que yo no me opondría para no herirla. Jugaba con ventaja. Le debía mucho y la respetaba por encima de todo. Ella lo sabía muy bien, y lo utilizaba a su favor.

-Permaneceré allí durante los próximos meses -acepté-. Después ya veré qué hago. De todas formas, tienes que prometerme algo.

- ¿El qué, si puede saberse?

La canción número 7 (Faberry)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora