La llave III

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Rachel

Mi móvil vibró sobre la mesa una sola vez, anunciando que había recibido un mensaje de texto. En clase lo silenciaba para no molestar.

¿Pdms vrns cdo akbs? ... s urgnt!

El mensaje era de Kitty, a quien le encantaba abreviar las frases cuando enviaba algún SMS. Tecleé una rápida respuesta:

¿En veinte minutos en el muelle del lago?

No tardé en recibir otro mensaje:

Ok, gracias!

En cuanto terminó la clase de Relaciones Internacionales, salí disparada hacia los jardines del campus. Me apetecía muchísimo disfrutar de aquel sol que parecía más propio de un día de primavera. Después de varios días de lluvia, por fin teníamos un día agradable. He de admitir que se trataba de un campus perfecto, con grandes espacios verdes entre los edificios de las diferentes facultades. En el centro de estos jardines contábamos con un precioso lago que hacía las delicias de los estudiantes cuando el tiempo permitía sentarse en la hierba o tomar algo en la pequeña cafetería acristalada, situada sobre el muelle de madera que avanzaba sobre el agua.

Llegué antes que mi amiga y me senté en una de las mesas al aire libre. La cálida temperatura de aquel día permitía disfrutar de la terraza del quiosco sin necesidad de llevar el abrigo puesto; un fino jersey bastaba.

Si Kitty quería verme con tanta urgencia es que algo grave ocurría. La conocía muy bien: sabía que estaba relacionado con su extraña actitud de las últimas semanas. Seguro que por fin me iba a contar qué era exactamente lo que la tenía tan abatida. Pedí una Coca-Cola al camarero y encendí un cigarro, recostándome en la silla. Cerré los ojos, y dejé que el calor del sol tostara mi cara. Mientras esperaba a mi amiga, puse la mente en blanco, sintiendo tan sólo un apacible bienestar. Últimamente me hallaba permanentemente alerta, tratando de huir de mis sentimientos y esquivando al sujeto que los provocaba. Cada vez que me encontraba con Quinn tenía que inventarme una excusa para salir huyendo. Su sola presencia me ponía nerviosa, y empezaba a temer que terminara dándose cuenta de por qué la evitaba constantemente.

—Gracias por venir. —La voz de Kitty me sobresaltó. No la había oído llegar.

—Hola, fea —la saludé entornando los ojos. El sol me cegaba—. ¿Has visto qué día? Es flipante.

—Sí, aquí se está de lujo —asintió, tomando asiento—. No como en mi casa...

—Cuéntame, ¿qué ocurre?

Un largo suspiro precedió a su respuesta.

—Mi madre está hecha una mierda y de un humor de perros. Y si no está de mal humor, está llorando... ¡Es desesperante!

—Es por lo de tu padre, ¿no?

—Sí, todo es por su culpa —bramó ella—. Ahora se le ha ocurrido la feliz idea de pedirle el divorcio.

— ¡Si tan sólo hace unos meses que se fue! —observé desconcertada—. ¿Seguro que es eso lo que quiere?

—Sí, lo dijo muy claro. Cuando la llamó hace unas semanas le dijo que quería el divorcio porque necesita empezar una nueva vida. Ya no hay esperanza de que vuelva.

—Lo siento mucho... no debe de ser fácil para ninguna de las dos —la consolé, cogiendo su mano—. Por eso has estado tan triste últimamente, ¿verdad?

Kitty agradeció mis palabras con un amago de sonrisa.

—Sí, por eso y porque esto se está complicando cada vez más. No sólo quiere el divorcio, sino también vender nuestra casa y repartir el dinero de la venta. Dice que necesita liquidez para comenzar su nueva vida... ¡Será cabrón!

—No les puede hacer eso... —dije atónita—, ¡es su hogar!

—He crecido en esa casa y no me quiero ir.

— ¿Tu madre ya tiene abogado?

—No, y no la veo con fuerzas de buscar uno. Está en un estado de shock que no le permite pensar con claridad. Lleva varios días sin ir a trabajar y me preocupa que tenga problemas con su jefe.

—Bueno, siempre puede pedir la baja por depresión, porque es evidente que no está en el mejor de sus momentos —sugerí.

—Va a tener que hacer algo antes de que la despidan. Si no tiene la baja y sigue sin ir a trabajar, la van a echar, y con toda la razón. Lo malo es que no es capaz ni de pedir cita con el médico.

—Pues pídela tú —opiné—. Vas a tener que tirar del carro si no quieres que se hunda aún más. Yo te ayudaré en lo que haga falta, no te preocupes. Lo primero que tienes que hacer es encontrar un abogado. Tu madre tiene derecho a luchar por lo suyo, y lo mejor es que le asesore alguien que conozca bien el terreno.

Kitty comenzó a sollozar, incapaz de seguir reteniendo las lágrimas. La abracé y dejé que se desahogara.

—Rachel... ¿por qué nos está haciendo esto? —consiguió preguntar entre gemidos.

—No lo sé, Kitty. Supongo que no es consciente del daño que les causa. Se ha encaprichado con la idea de comenzar de nuevo. Muchos hombres maduros de repente sienten la necesidad de vivir una segunda juventud y dejan todo atrás, sin pensar en las consecuencias.

—Y, ¿qué pasa con nosotros? —preguntó exasperada—. Mi madre, mi hermano y yo no somos objetos que se tiran a la basura, de los que te olvidas y ya está. En su empeño de rehacer su vida está afectando las nuestras también, ¡joder!... ¿No se da cuenta de que está poniendo nuestro mundo patas arriba?

—Supongo que no quiere afrontarlo. Estará tan centrado en conseguir lo que quiere que prefiere no teneros en cuenta, porque si lo hace, no sería capaz de dejaros atrás tan fácilmente —dije, tratando de entender el comportamiento de su padre—. Le resulta más fácil engañarse pensando que tiene derecho a ser feliz y que ustedes son el único obstáculo que se lo impide.

— ¿Cómo puedes ser tan buena analizando el comportamiento de los demás?

—La terapia me ha enseñado que todos construimos nuestras propias mentiras para justificarnos—respondí. Yo tenía ya una sólida muralla de excusas para protegerme, por eso creía conocer las respuestas a sus preguntas.

—Gracias Rachel, haces que me sienta menos perdida.

—De nada, tonta. —Le planté un beso en sus sonrojadas mejillas, el sol comenzaba a causar estragos en su pálida y pecosa piel—. Le preguntaré a mi madre si conoce a algún abogado matrimonialista. Tiene un par de amigas que han pasado por algo parecido y seguro que se puede enterar de quién las ayudó a ellas.

—Gracias de nuevo. —Kitty parecía más tranquila—. Tienes razón, tenemos que dar con un profesional que nos asesore. Aunque no sé cómo lo vamos a pagar si mi madre pierde su trabajo...

—Entonces, lo primero y más importante es que vaya al médico y le den la baja—le recordé—. Tú ocúpate de eso, y yo prometo encontrarte al mejor abogado, ¿vale?

Ella asintió con una renovada fuerza en sus ojos. Me alegré de que nuestra charla le hubiera ayudado.

—Y ahora... ¿Por qué no nos vamos de compras? —le sugerí—. Hace poco cobré un dinerillo por mis prácticas en el periódico y, tal y como te prometí, voy a comprarme algo sexy.

— ¿Lo dices en serio? —Sus ojos se abrieron como platos, incrédula ante mi propuesta—. Acabas de conseguir que se me pase el mal rollo por completo, ¡qué divertido! Hace siglos que no vamos juntas de compras. Necesito una dosis de agobio en los probadores para animarme.

Pasamos la tarde en el centro comercial y como éste no era un complejo cerrado, sino una avenida peatonal repleta de establecimientos, continuamos disfrutando del buen tiempo entre tienda y tienda. En nuestra excursión comercial encontramos varias prendas a las que no nos pudimos resistir. Kitty disfrutaba como una enana ejerciendo de consejera, feliz de ver cómo yo volvía a ilusionarme por estar atractiva y me traía montañas de ropa al probador.

Para finalizar aquella divertida tarde decidimos tomar un enorme helado antes de que oscureciera. Después, entramos en los cines para ver una comedia romántica y así poder asegurar que habíamos pasado unas horas de típico ensueño femenino.


La canción número 7 (Faberry)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora