Tesoros I

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Quinn

Volver a la rutina de las clases no me costó ningún trabajo, puesto que ya no había nada rutinario en mi vida. Cada nuevo día junto a Rachel era un regalo, un tesoro escondido que debía seguir descubriendo. Era una persona tan rica, tan llena de matices, tan inteligente y sensible, que cada momento que compartíamos era como pasar la página de un libro de aventuras que no puedes dejar de leer, impaciente por llegar al siguiente capítulo. Jamás en mi vida (y lo digo muy en serio) había experimentado algo similar. La quería de formas inimaginables, la amaba más a cada segundo. Me moría por pasar cada minuto a su lado. Si no la veía en unas horas, ya la echaba de menos, y estar un día sin ella era la peor de las torturas.

Estaba total y absolutamente enganchada; era la mejor droga que había probado jamás y, al mismo tiempo, el mejor antídoto para no volver a depender de las dañinas sustancias que me habían esclavizado en el pasado. ¡Qué ironía! Una droga me mantenía alejada de la otra, sólo que la primera era mucho más dulce e inocua.

El hecho de no habernos acostado aún me traía sin cuidado, no me importaba en absoluto. Lo deseaba muchísimo, pero ansiaba aún más que para ella fuera especial y que estuviera lista para dar ese paso. Su única experiencia anterior había sido muy traumática.

Quería ser yo quien borrara ese recuerdo de su memoria, sustituyéndolo por otro mucho mejor, un recuerdo que nos emocionara a las dos. Ambas merecíamos que fuera romántico y especial.

Lo que teníamos era demasiado bello para reducirlo a un mero revolcón. Estaba decidida a hacerlo inolvidable.

La noche que pasamos a solas en casa de mi abuela fue tan bella, tan pura, que tenía la certeza de que, mientras esa increíble conexión existiera entre nosotras, podría esperar indefinidamente a que ella superase sus miedos. Se había dormido en mis brazos tras aquel agotador y emocionante día en Madrid. Permanecí observando su apacible sueño completamente embelesado. Verla dormir me había resultado una de las experiencias más estremecedoras y exquisitas de mi vida. Ella era mi ángel de la guarda y tenerla entre mis brazos, mientras sentía su cálida y rítmica respiración, fue un placer indescriptible. Rachel estaba sacando a la luz ciertos aspectos de mi personalidad que desconocía. Mi alma no estaba destruida sin remedio; sólo había estado esperando a que alguien la despertara. La esperanza y la ilusión volvían a flotar a mí alrededor, algo que ni el mejor polvo había conseguido provocar en todo aquel tiempo en el que había estado muerta en vida. No había necesidad alguna de precipitar las cosas. Ella me había resucitado, y eso era infinitamente mejor que el sexo.

Al principio tratamos de mantener en secreto nuestra incipiente relación.

Queríamos dejar que las cosas siguieran su curso, sin anunciar nada ni ponerle un nombre. Pero fue inevitable que todos se percataran de que algo había cambiado; éramos incapaces de ocultar lo que sentíamos. Tanto su familia como nuestros amigos se dieron cuenta y, para nuestro alivio, nadie se molestó ante la evidencia de que nos habíamos enamorado como dos idiotas. Sus padres parecían conformes con lo que ocurría y no parecía molestarles que su hija saliera con alguien que vivía bajo su mismo techo. Una vez más me demostraron que su mentalidad abierta era real, y no una pose para parecer más progresistas que el resto. Aquel matrimonio era realmente diferente a todas las parejas de esa generación que había conocido y era una suerte que el destino me hubiera conducido hasta ellos. La vida te sorprende, algunas veces con imprevistos muy dolorosos. No obstante, también se reserva algún as en la manga para devolverte la felicidad.

Cada vez pasaba menos tiempo en casa. Las clases, las horas de estudio en la biblioteca y mi dedicación al grupo no me dejaban más que las noches para disfrutar de la maravillosa casa de los Berry. Rachel no andaba menos atareada, también preparaba sus exámenes y, entre escribir para el periódico y comenzar las sesiones con el grupo de teatro, no tenía ni un segundo libre. A pesar de dormir pared con pared, no podíamos pasar tanto tiempo juntas como nos apetecía. Algunas noches, después de cenar, me colaba en su habitación a hurtadillas. Como dos fugitivas, nos escondíamos en aquella estancia ajenas al resto del mundo.

La canción número 7 (Faberry)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora