Sorpresas II

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Rachel

Desperté entrada la tarde, abriendo los ojos poco a poco para habituarme a la brillante luz que se colaba a raudales por la ventana de mi dormitorio. Me desperecé lentamente, volviendo de nuevo a la realidad.

¿Seguiría ella en casa?... Aún me costaba creer que hubiera aparecido de pronto al otro lado de mi puerta.

Me incorporé bostezando y salí de la cama, apoyando mi pie derecho con precaución por si la herida todavía me impedía sostenerme. Al parecer, los cuidados de Quinn habían surgido efecto, pues aunque me dolía, pude caminar hacia la cocina sin grandes dificultades. El piso se hallaba en silencio, lo que me hizo sospechar que volvía a estar sola. La puerta de la habitación de Nico estaba abierta y, al asomarme, descubrí que la cama estaba intacta, con los cojines colocados exactamente igual que cuando ella se había ido el día anterior.

¿Cuándo se habría marchado Quinn?... No parecía haber dormido en aquel espacioso dormitorio, así que di por hecho que después de rechazarle ella había colgado su bolsa de viaje al hombro y se había ido sigilosamente. A pesar de mi fría actitud de la noche anterior, me apenó que así fuera.

No le había dado ni la más mínima oportunidad de explicarse y me sentí culpable por haber sido tan tajante con ella. Pero quizás era mejor así.

Me preparé un café y regresé con la taza a mi cuarto. Acomodé los mullidos almohadones sobre el cabecero y me senté para disfrutar de la cafeína mientras fumaba un cigarro. Había dormido durante toda la mañana y no sabía exactamente qué hora era. Me giré para comprobarlo, buscando el despertador en mi mesilla. Fue entonces cuando me percaté de que la pila de folios impresos, en los que describía mis recuerdos desde la tarde en que Quinn llegó a la estación de Montegris, se encontraba colocada justo detrás del reloj. No recordaba haberlos puesto allí... Es más, juraría que los había dejado en la mesa del comedor. Alargué la mano para cogerlos. Algo que había tras ellos, cayó al suelo. Lo busqué con la mirada hasta que el resplandor de la luz sobre el metal me ayudó a descubrirlo. Reconocí de inmediato la ancha silueta del brazalete y me levanté para recogerlo. Al percibir su frío contacto en mis manos, recordé la emoción que había sentido la primera vez que lo había llevado en mi muñeca. Así que Qunn la había dejado allí antes de marcharse... Entonces lo comprendí: mi relato no había llegado a la mesilla por arte de magia. Ella lo había dejado allí junto con el brazalete. No cabía duda ninguna que habría leído su contenido, descubriendo así todo lo que yo había experimentado desde que le había conocido.

De pronto me sentí desnuda, expuesta por completo; ahora conocía cada uno de mis rincones. Había descubierto mis anhelos más íntimos y mis miedos más profundos, lo que me dejaba absolutamente indefensa. ¿Qué derecho tenía para adentrarse de aquella forma en mis más sinceros pensamientos? ¿Es que acaso no era capaz de respetar algo privado y personal?

Nadie le había dado permiso para leer el contenido de aquellas páginas. Aun así, había tenido el descaro de hacerlo, con lo que ahora me conocía mejor de lo que yo le habría permitido jamás.

Me acerqué a la mesilla y, cogiendo la pila de folios, me senté de nuevo en la cama. Al pasar la primera página, descubrí una hoja escrita con su puntiaguda letra:

''Antes de enfadarte conmigo, déjame hablar. Yo también tengo mucho que decir. ''

¡Joder!... ¿Por qué me conocía tan bien?

Con un profundo suspiro, decidí olvidar mi enojo. Comencé a leer lo que ella había dejado escrito de su puño y letra en la siguiente página:

''El espejo retrovisor de mi coche reflejaba la lejana silueta de los edificios de Madrid. Sumida en aquel desesperante y monumental atasco de la A-6...''

La canción número 7 (Faberry)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora