Sombras II

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Rachel

Desde mi última visita a la ciudad no había podido dejar de imaginar cómo sería el verdadero padre de mi novia. Había imaginado millones de rostros que pudieran corresponderse con la idea que me había forjado de él. Lo que jamás hubiera imaginado es que fuese a encontrarme con aquel rostro tan familiar, que observaba mi reacción con una dulce sonrisa de disculpa en sus labios. No, nunca habría podido adivinar que fuese a encontrarme con Ignacio en aquel salón de la residencia.

—Hola Rachel —me saludó. De repente, todo tuvo sentido: esos ojos tan vivos y claros, aquella expresión tan familiar, sus viajes por el extranjero, mudarse a Montegris sin conocer a nadie allí, su interés por acercarse a mí, la mujer con la que no se había casado...

Todo coincidía, ¿cómo no me había dado cuenta antes?

— ¡Tú eres su padre! —exclamé, cuando por fin conseguí salir de mi asombro.

—En efecto, yo soy su padre —admitió con una sonrisa. Sus ojos me pedían disculpas por no habérmelo dicho antes.

Me desplomé en el sofá que tenía detrás.

— ¿Se puede fumar aquí? —se me ocurrió preguntar. Necesitaba nicotina urgentemente.

—No, pero salgamos al porche —ofreció Ángela—. Allí podrás fumar tranquila. ¿Quieres algo de beber?

—Un whisky, o un orujo, lo más fuerte que tengas —dije, tratando de bromear.

— ¿Una Coca-Cola te sirve? —me ofreció ella con una sonrisa.

—Sí, con eso bastará —acepté, todavía petrificada por la situación.

Mientras ella iba a por los refrescos, Ignacio y yo salimos al jardín.

Fui incapaz de tomar asiento. Me encontraba demasiado alterada como para estar quieta. Dejé mi bolso en una de las butacas de ratán y comencé a pasearme de un lado a otro. No conseguía salir de mi asombro. Aunque lo más sorprendente de todo era que no me molestara el engaño al que Ignacio me había sometido.

—Supongo que ahora entiendes qué es lo que hago en Montegris, aparte de dar clases —dijo él, con la espalda apoyada en una de las columnas de piedra que sujetaban el tejado de aquel largo porche.

—Sí, ahora lo entiendo. Es como colocar la última pieza de un rompecabezas que antes parecía borroso —respondí, sin dejar de caminar—. Nunca entendí muy bien cómo alguien tan sofisticado y urbano como tú había acabado en un pueblo de la sierra.

— ¿Tanto desentono? —preguntó contrariado.

—No desentonas, destacas —puntualicé.

—No creo ser tan distinto a los demás profesores de la universidad.

—Ignacio, créeme, por mucho que te empeñes, tú no pasas desapercibido. Eres muy diferente a los demás profesores. Pareces salido de una calle de Nueva York o de un café de Paris.

—Supongo que no puedo disimular de dónde vengo, ¿no?

—No, no puedes, ni falta que hace. Es mejor ser especial que uno del montón — le aseguré.

—No soy especial, las que han sido especiales han sido mis circunstancias, eso es todo.

— ¿Por qué no me dijiste quién eras? —pregunté al fin.

—Creí más conveniente que Ángela nos presentara como es debido.

—Desde el primer momento algo en ti me resultaba misterioso, pero al mismo me resultabas muy familiar.

La canción número 7 (Faberry)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora