Furia III

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Quinn

La espera en el interior de mi coche se me hizo eterna.

Por fin, tras casi una hora allí sentada, la vi salir del centro cívico y cruzar la plaza en dirección a su coche. Iba sola, Ignacio no la acompañaba. Eso me haría las cosas más fáciles; lo que tenía que decirle no le concernía a nadie más.

Llevaba días intentando sin éxito que respondiera a mis llamadas. No quería asustarla cogiéndola desprevenida, pero en vista de la situación no me quedaba otra alternativa. Si quería que me escuchara tendría que forzar el encuentro. No se me ocurría otra forma de hacerlo.

Desde aquella noche en la que me había comportado como una miserable, no había dejado de pensar en su rostro horrorizado. Sus ojos había mostrado tanto miedo, tanta desilusión, que al recordarlos me veía reflejada en ellos como un monstruo. El efecto de la cocaína había sacado lo peor de mí, mi lado más sucio y rastrero. Mis sospechas no justificaban la crueldad con la que le había hablado. Mi comportamiento no tenía excusa.

Si no hubiera sido por mis amigos, aquella noche habría sido la última. Noah, a pesar de estar furioso por mi forma de tratar a su hermana, tuvo la suficiente humanidad como para sacarme de aquel local antes de que hiciera una locura. Finn, tras forcejear conmigo, consiguió introducirme en su coche para llevarme de vuelta a Montegris. Les debía la vida. De no ser por ellos me habría metido rayas hasta sufrir una sobredosis.

Finn no ahorró en reproches. Me dio cobijo, pero no sin cantarme las cuarenta.

Gracias a sus discursos, no perdí la cabeza en manos de los celos y la desesperación; su sinceridad y su apoyo me mantuvieron alejada del precipicio.

Durante los días en los que permanecí aislada del mundo en casa de mi amigo había tenido tiempo más que de sobra para reflexionar. Conseguí no volver a buscar consuelo en aquella sustancia y me limité a calmar mi ansiedad fumando más cigarrillos de la cuenta. Al principio estuve como anestesiada, sin hacer nada más que tocar mi guitarra con la mente ausente o ver la televisión sin prestar atención, dejando que mi vista se perdiera en los miles de píxeles de aquella enorme pantalla de plasma.

Una tarde decidí salir de aquel desordenado piso y me dirigí a la biblioteca. Traté de estudiar. Sin embargo sólo conseguí que mi mente divagara durante horas mientras hacía garabatos en mis apuntes. No podía dejar de pensar en la escena del concierto; las imágenes de aquella noche me perseguían sin cesar.

¿Cómo podía haberle hablado con tanta crudeza? ¿Cómo podía haberle agarrado con tanta fuerza, incluso llegando a lastimarla?

Me odiaba a mí misma tanto o más de lo que lo había hecho ella. Sus palabras de desprecio sonaban continuamente en mi cabeza.

Abre bien los oídos, pedazo de idiota... Me das asco.

Su furiosa voz, tan distante de la tersa cadencia que solía poseer, me martirizaba constantemente.

Echaba de menos la finca. Quería regresar a mi cómoda y acogedora habitación. Contra todo pronóstico aquél se había convertido en mi hogar. Sin embargo, ¿cómo iba a aparecer por allí como si nada después de lo que le había dicho a Rachel? No tenía el valor para enfrentarme a Shelby. Podía imaginar su mirada de desaprobación, no sólo por lo que le había hecho a su hija, sino por haber sido tan gilipollas de tener una recaída. Habíamos hablado muchas veces sobre ese tema. Ella siempre me había apoyado en mi lucha contra esa sustancia, mostrando su admiración por mi fortaleza. Ahora sentiría una enorme decepción al saber que mi adicción había sido más fuerte que yo.

Tampoco había llamado a mi abuela. Adivinaría de inmediato que algo sucedía con sólo escuchar mi voz. No podía desahogarme con ella; le daría un disgusto de muerte.

La canción número 7 (Faberry)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora